Se aproxima el primer centenario del natalicio de LUIS ENRIQUE MARTINEZ ARGOTE, quien en vida fuera una de las figuras más destacadas del universo vallenato. No es objeto de esta columna opinar sobre su legado folclórico, pues los más reconocidos estudiosos de la vallenatologia se han encargado de difundir su vida y obra. Luis Enrique nació en el corregimiento de El Hatico, en jurisdicción municipal de Fonseca, el 24 de febrero de 1922 y murió el 25 de marzo de 1995 a la edad de 73 años. Fue Coronado Rey del Festival de la Leyenda Vallenata en la VI Edición del certamen, en el ano de 1973, después que la corona se había posado en la testa de Alejo, Colacho, Calixto, Alberto Pacheco y Miguel Antonio López. Luis Enrique Martínez fue un creador incansable de música y un andariego irredimible que recorrió todos los caminos, carreteras y veredas de la costa caribe colombiana con su inseparable acordeón en el pecho. La impronta de su legado musical se mantiene con un brillo absolutamente inmarcesible, para gloria de El Hatico, de Fonseca, de La Guajira y de Colombia. Y fue precisamente esa condición de andariego la que permitió que el destino me regalara dos encuentros inolvidables con Luis Enrique Martínez, también conocido como “El Pollo Vallenato”.
Nuestro primer encuentro ocurrió en la fiesta de Quince Años de la doncella María Elvira Bornacelli, en su casa ubicada en Barrio “La Campiña”, en cercanías del Parque de Venezuela, al norte de Barranquilla. Su hermano Jaime Bornacelli Polo, quien prácticamente era un mecenas de Luis Enrique Martínez en Fundación, le llevo de regalo a su hermana menor el acordeón del recién coronado Rey Vallenato en 1973. En aquel momento la música de acordeón no era bien recibida en Barranquilla, donde la gente prefería la salsa y las baladas. La gran mayoría de los asistentes abandono la fiesta cuando silenciaron el aparato de sonido y Jaime le dio vía libre a don Luis Enrique para que abriera el fuelle de su acordeón. En esa fiesta también estaban mis primos Rafael María Ariza y Javier Alonso Romero. Y aunque en ese momento todavía éramos niños, en nuestra sangre la vibración del acordeón, la caja y la guacharaca producía efectos de profunda alteración emocional que enaltecía de nuestro orgullo provinciano. Además, no perdíamos oportunidad de enrostrarle a nuestros amigos barranquilleros que esa música que estaban escuchando era MADE IN GUAJIRA. Y Javier, quien por aquellos días era fumador clandestino, se emocionó más de la cuenta y dejo caer accidentalmente una ardiente ceniza de su cigarrillo en el pantalón blanco de tela de polyester que lucía el Rey Vallenato como atuendo de gala para la fiesta de su amigo. Cuando Luis Enrique contemplo el cráter que Javier había ocasionado en el inmaculado pantalón bota ancha, de moda en aquel entonces, le lanzo una mirada que tenía una mezcla de enojo, reproche y resignación. Después de varios tragos a Luis Enrique se le olvido la impertinencia de Javier y en ese ambiente de alegría, la parranda se prolongó hasta la madrugada.
Un tiempo más tarde, la vida me puso como estudiante universitario en la ciudad de Bogotá, donde la música vallenata era considerada una manifestación de absoluta corronchera. Corría el ano de 1977 y mi hermano Javier y yo éramos inquilinos de una residencia estudiantil en el Barrio “Polo Club”. Uno de nuestros mayores deleites en la fría capital colombiana, era escuchar el programa de vallenatos que diariamente se emitía de 9 a 10 pm por la emisora “Radio Juventud”. El conductor del programa era el entonces desconocido locutor CARLOS ALBERTO MELO SALAZAR, quien fue el personaje que hizo penetrar la música vallenata en la capital de Colombia. No cabe la menor duda que los cachacos comenzaron a enamorarse del vallenato como consecuencia de la perseverancia, pedagogía, sentimiento y amor que Carlos Melo transmitía a su radio audiencia con su voz de trueno. Y la canción “Llegaste a mí”, del gran compositor Roberto Calderón Cujia, sanjuanero como yo, fue sin duda la que doblego a los cachacos. La voz del pondoritero Silvio Brito Medina se constituyó en el heraldo perfecto para llegar con perfecta nitidez al oído de los cachacos. Y como a “Silvito” (así le decíamos en nuestro vecindario, cuando estaba al volante del tractor de su padrino Efrén Mendoza) todo lo que canta se le entiende perfecto, entonces la poesía de nuestros juglares vallenatos pudo escucharse con mucha claridad en la fría Bogotá.
Una de esas noches, cuando escuchaba muy concentrado en el silencio de mi habitación el único programa de música vallenata que emitía la radio capitalina, don Carlos Alberto Melo Salazar puso una canción bastante desconocida, pero muy autóctona. Muy vallenata. Era una canción de Luis Enrique Martínez que tenía por título “La Jirafa”. El mismo Luis Enrique la interpretaba, como es la usanza tradicional vallenata. Y en este caso, la historia es completa. Luis Enrique vivió la historia. Compuso la canción y le cuenta al mundo la vivencia. Como se hace en el vallenato pristiño y tradicional. La canción narra la historia de una noche de parranda, donde Luis Enrique sale a disfrutar una velada nocturna con una chica que su amigo Armando Pabón (seguro debe ser familiar de mi querida Nelly Pabón) le había conseguido para pasar la noche. Una cita a ciegas, para ponerlo en la terminología actual. Pero la chica que Armando le había asignado a Luis Enrique, al parecer tenia cercana semejanza física con el animal que inspiro el título de la canción. Al finalizar la pieza, uno termina con una sonrisa reflexiva, imaginando el desenlace del episodio que termino con la fuga del “Pollo” Vallenato dejando a su amigo encartado con “La Jirafa”.
Anos después, ejerciendo mi profesión y mi soltería en San Juan del Cesar, el destino me volvió a poner por segunda ocasión junto a Luis Enrique Martínez. El escenario era una parranda vallenata en casa de mis caros amigos Carlos Mendoza Coronado y Eliris Elena Hinojosa. No se podía pedir más autenticidad provinciana. La reunión era a cielo abierto, en un patio de tamaño generoso. Los asistentes ocupaban asientos de cuero y madera, antes de que las sillas rimax les decretaran su defunción. El menú era bollo de mazorca y gallina criolla guisada. Y la amenizacion estaba por cuenta del gran LUIS ENRIQUE MARTINEZ. Por supuesto, todas las miradas confluían en la estrella vallenata. Las complacencias iban y regresaban. Creo que “El Cantor de Fonseca” y “Jardín de Fundación” fueron interpretadas en más de tres ocasiones. El Maestro Luis Enrique complacía con agrado a toda su fanaticada. Creo que alcance a percibir un poco de desgano en su interpretación, cuando la gente le pedía las mismas canciones una y otra vez. Transcurría la media noche, cuando la parranda redujo sustancialmente su número de asistentes y quedamos muy pocos contertulios en la ronda. Fue entonces cuando considere oportuno hacerle un pedido musical, que estaba seguro le arrancaría una sonrisa al invitado especial de la parranda.
- Maestro, por favor, tóqueme “La Jirafa”
Mi mayor recompensa folclórica fue observar que los surcos de su frente se despejaron, que los ojos le brillaron de sorpresa, que logre arrancar de su rostro una sonrisa y que esos sentimientos les proporcionaron a sus dedos una agilidad que parecía adormecida. Mi petición culmino con una prodigiosa interpretación que aun retumba en mis oídos.
Orlando Cuello Gámez
Excelente.
Felicitaciones por tu facilidad de expresión.