El general Rojas había sido avisado en su casa campestre a orillas del Magdalena sobre la existencia de un decreto en el despacho del jefe del Estado, aún sin firmar, en el cual se podía leer con claridad cuál era la decisión que sobre asunto tan importante había tomado Laureano Gómez, quien para poderlo dictar tuvo la necesidad de encargarse del gobierno ante la imposibilidad de convencer a Urdaneta Arbeláez de que lo hiciese él mismo. Las fuerzas militares pusieron a disposición del general Rojas Pinilla un avión de la fuerza aérea que lo esperaría en la base militar de Puerto Salgar, por si el comandante tomara la decisión de volar hasta la capital, como en efecto lo hizo, advertido por algunos informantes de que lo que se planeaba en San Carlos era algo parecido a su destitución.
Laureano Gómez había ido a su casa para estar con su familia a la hora del almuerzo, antes de volver a Palacio para promulgar el decreto; pero cuando quiso regresar se encontró con que las calles estaban llenas de retenes militares con la misión de impedirle su paso hasta la casa de los presidentes. Gustavo Rojas, quien había llegado a San Carlos en las primeras horas de la tarde, subió con premura las escaleras a la derecha de la entrada para ganar sin demora las habitaciones privadas del primer mandatario: estaban vacías. Llamó por teléfono a Roberto Urdaneta, quien le confirmó que desde por la mañana había dejado de ser el encargado de la presidencia de la república. Y el designado lo puso sobre advertencia: “Laureano Gómez asumió el mando esta mañana, en su condición de presidente titular, e hizo redactar un decreto por medio del cual se lo llamaría a pasar a retiro. El decreto, según entiendo, está en el despacho del presidente para su firma”.
Rojas Pinilla sorprendido, aunque lo sabía de antemano, estuvo dispuesto siempre a no ceder ante el pulso que le ofrecía Laureano. Buscó entrevistarse con Urdaneta antes de tomar una decisión. Y ante la oportunidad para Urdaneta, servida por el mismo Rojas Pinilla, de presidir él, un nuevo gobierno, respaldado por las fuerzas militares, se mostró vacilante, dubitativo, temeroso. Y después de pensar con calma contestó que él no aceptaría presidir un gobierno surgido de la fuerza. El general, dispuesto a rebelarse con todas sus consecuencias, simuló esperar por un tiempo prudencial a Laureano Gómez.
Y después de dos largas horas en las que se suponía el presidente no aparecía por ninguna parte, Rojas Pinilla declaró la vacancia en la jefatura del Estado. Y se proclamó, sin fórmulas de ninguna especie, nuevo presidente. En las primeras horas de esa tarde, la familia Gómez Hurtado fue obligada por los esbirros del General Rojas a subir a bordo de un avión con destino a Nueva York, rumbo a un exilio incierto. Estaría por fuera del país hasta cuando una buena mañana, en la costa española donde se había refugiado, aparecería la figura desgarbada de Alberto Lleras Camargo con un pliego de papeles bajo el brazo. Llegaba con la autorización de la convención liberal, con el beneplácito de Alfonso López Pumarejo, con la aquiescencia de lo más granado de la sociedad capitalina, dispuesto a alcanzar unos acuerdos con Laureano Gómez, después de treinta años de feroces enfrentamientos, para salvar la democracia en su momento más oscuro, herida de muerte por los excesos de un régimen autoritario, en donde la voluntad omnímoda del déspota se había convertido en el único ordenamiento jurídico vigente.
Idy Bermúdez Daza