MOISÉS GREGORIO PEREA Y SU INGENIOSO PALABRERÍO

Es la historia de un cuentista con una capacidad de relatar historias en las que la realidad se abraza con la fantasía, condición que le permitió borrar esa vieja apariencia del simple “echador” de chistes en la capital del Cesar.

La vida de Moisés Gregorio Perea Manjarrés (Valledupar, Cesar, 9 de mayo de 1947 – 17 de noviembre de 2020) está enmarcada en varios momentos mágicos. Él no era únicamente aquel hombre que, sentándose en una esquina o donde lo cogiera la noche, se convertía en un ocasional contador de chistes o en el clásico suministrador del chisme sórdido. Por el contrario, él decidió darle un vuelco a ese calificativo ligero que escuchaba a diario: “Ahí viene el narrachismes, ahí va el cuentachistes”.

Para lograr salirse de ese continuo señalamiento y no dejarse encasillar construyó su estilo, que lo diferenciaba de todos aquellos que le antecedieron y los que seguirían caminos parecidos al suyo. A Moi, como lo apodaron con cariño, lo conocían casi todos los valduparenses y quienes visitaban su capital, conocida como “El vaticano del vallenato”.

Sus padres, Margoth Manjarrés Rodríguez y Julio Beltrán Perea Gutiérrez, nativos de San Juan del Cesar y La Junta, decidieron buscar en Valledupar mejores horizontes para sus hijos.

Moisés Gregorio Perea demostró ser un niño avispado al aprender de los mayores rápidamente y recitar de memoria acontecimientos que oía en la calle. Eran historias, muchas de ellas sin vivirlas -y por la alegre forma en que las narraba-, que se convertían en relatos fantásticos. Esa habilidad la consolidó al escuchar de labios de su madre tantas escenas de la vida diaria, que lo inspiraron y llevaron a ingeniarse las mejores formas de contar relatos del pasado, el presente y las que pudieran surgir más adelante.

Con ese cerebro soñador y ese espíritu de ir hacia adelante, se imaginó a sí mismo en otros escenarios. Por consiguiente, un día cuando ya había cumplido quince años y sin pensarlo dos veces, empezó a figurarse varias escenas y empacó en una vieja mochila dos camisas, dos pantalones y bien envueltos sus cuentos y se marcha en busca de otro mundo. Mientras más lo pensaba, menos se cansaba de repetirse a sí mismo: “Ya mi pueblo me está quedando pequeño para todos mis sueños”.

Sin más armas que su ingenioso palabrerío, emprendió su camino con todas las ganas de pensar solo en el triunfo. “Si fulanito es grande, por qué yo no”. Esto lo solía repetir, muchas veces en voz alta, durante el trayecto que lo llevaba del sitio donde vivían sus padres al lugar en el que él había decidido independizarse.

Con esa eterna vocación de hacer amigos, no demoró mucho en conocer a unas personas que pensaban, vivían y actuaban como él. La parranda se volvió una constante para transitar por muchos mundos que, como situación rara, le presentó todo “a la carta”; él solo tuvo que darle rienda suelta a ese crecido torrente que, como río endiablado, se había convertido su talento de cuentista.

Moisés Gregorio Perea tenía talentos particulares: su retentiva y el apego a las personas mayores, quienes nutrieron su espíritu para que se pudiera convertir en un relator de pasajes costumbristas, hecho que lo llevó en más de una ocasión a autoinvitarse a parrandas vallenatas y de otros géneros musicales para así esperar su turno preciso para contar lo que desde joven venía creando.

Su capacidad de relatar historias en las que la realidad se abraza con la fantasía le permitió borrar esa vieja apariencia del simple “echador” de chistes. Él no había venido a este mundo para ser un cuentachistes echado al olvido; la manera como lo hacía lo convirtió en un excelente y exquisito fabulador, un cuentero con todas las de la ley y, así, es como se debe recordar.

Volviendo a su juventud: todo marchaba bien. Él sentía que las frases y los golpecitos constantes en sus hombros eran el justo premio por su narrativa. Y así, sin pensarlo dos veces, se creyó ese manifiesto que se inventaron los aduladores, quienes no tienen otro discurso que plantear y siempre aducen lo mismo, para someter a los ingenuos creadores.

Y él, pavoneándose como si fuera un gallo “jugao2, cayó en la trampa del halago exagerado; se fue por un camino de fácil acceso, pero con un retorno lleno de dolor.

Moisés ya no caminaba igual. La frase mal dicha comenzó a reducir aquel léxico florido que lo convirtió en ese ser querido por todos. Su rostro ya no era el mismo, en él se podía vislumbrar la angustia del callejón sin salida por el que lamentablemente estaba transitando. Pedía auxilio sin decir una palabra. La mayoría no lo entendió y esto conllevó a que se mofaran y hablaran mal de su situación.

Él siguió cargando su tragedia. Perdió el encanto que tenía, y al pedirle ayuda a sus compañeros, tristemente muchos de ellos le sacaron el cuerpo o se le escondieron. Otros se lo encontraron a boca de jarro y solo atinaron a darle un par de monedas, como ofendiendo su condición enfermiza que crecía en contraposición con su poder creador.

De aquel hombre que brilló por su talento no era mucho lo que quedaba. Se volvió incómodo, su magia se redujo y la manera recurrente de contar sus relatos fueron signos evidentes de su decadencia.

En medio de esos fantasmas que no faltan en la vida del ser humano, Moisés Gregorio Perea terminó vencido por ellos y un día se marchó. Después de un tiempo la gente comenzó a sentir el vacío al no escuchar ya más su recursiva palabra. De repente, se interesaron por la suerte del narrador brillante, quien duraba horas y horas sin parpadear un segundo y con la capacidad de hablar sin cansancio y vencer el amanecer.

Solo un reducido grupo de personas, liderado por Arnoldo Mestre Arzuaga, se tomó la tarea de recopilar sus relatos orales e invitar a escritores como Ciro Quiroz y Simón Martínez para que dieran sus visiones sobre el cuentista natural, a las que se sumaron otras plumas que rescataron, en gran parte, esa interesante obra oral que nutrió los amaneceres de los valduparenses y vallenatos.

Moisés Gregorio Perea, así como vino se fue, pero su obra -llena de una cuentería agradable y en la que lo vulgar no cumplió un papel determinante- reclamó su legado: aquello que se le deja al pueblo y a quienes le vieron recitar sus originales relatos. Está claro que su obra tiene que ser publicada, porque si la dejan en manos de la memoria, el paso del tiempo la terminará sometiendo al olvido. O peor, resultaría siendo reclamada por otros que no la crearon y a quienes les gusta ponerse camisas ajenas y decir que son los gestores.

Su creatividad no se remeda, porque el valor de su obra es incomparable. No está en permuta, no tiene precio, no se cede a cambio de algo y, finalmente, porque sería contrariar la forma de ser de su creador. Ella se presenta, así de elegante, al gran salón del respeto, y a su vez se acompaña de la mano de los niños, adolescentes y mayores, quienes replantean la manera como se ha venido tratando a la obra y a su creador. Sin equívocos, la obra de Moisés no debe presentarse como una mercancía, porque su contenido exige respeto.

Con relación a esto, quiero explicar por qué es tan relevante rescatar la obra de este cuentista, porque él no solo se representa a sí mismo como creador innato, sino que Moisés Gregorio Perea representa la importancia de la tradición oral en la región. La oralidad es entonces igual de importante para una cultura como su legado escrito: “La lengua no es meramente un medio de comunicación, un instrumento ciego del que echamos mano los seres humanos para relacionarnos unos con otros y del que podemos prescindir cada vez que encontramos otro artefacto más perfeccionado. La lengua es también, y en mucho mayor grado todavía, la expresión de un pueblo, imagen de su ser y signo de su personalidad. La lengua refleja la concepción particular que cada pueblo se hace del mundo que lo rodea”.

FERCAHINO

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