En contra de los augurios apocalípticos que se emitieron desde diversos ámbitos públicos y privados, los participantes de la minga indígena llegaron hasta Bogotá en una forma ordenada y pacífica. Su presencia en los lugares que cruzaron en su marcha a la capital de la República se constituyó en un ejemplo de comportamiento cívico y democrático. La marcha no afectó el sistema de transporte público ni hubo actos violentos contra locales comerciales, y la Guardia Indígena controló cualquier intento de infiltración evitando que se cometieran los anunciados actos vandálicos. Conservando ese mismo respeto por sus conciudadanos, retornaron ordenadamente a sus comunidades.
Lo que llamó la atención es que la minga despertó en sectores recalcitrantes del país un miedo que los llevó a arrojar una andanada de descalificaciones y afirmaciones ignominiosas. Estas se emitieron desde un gremio de ganaderos, y desde las conocidas bodegas generadoras de mentiras hacia un coro amaestrado en las redes sociales capaz de replicar los juicios más arbitrarios y delirantes. La idea en común fue la de presentar a los pueblos indígenas como los grandes latifundistas que concentran la tierra en Colombia tornándola en un bien ocioso que poco aporta a la economía nacional. La realidad verificable es que muchos de estos resguardos se superponen con parques nacionales y se constituyeron sobre zonas selváticas, desiertos y altas montañas, algunos de ellos con grandes dificultades para la agricultura. Sin embargo, cualquier ganadero bien enterado sabe que el mayor número de cabezas de ganado caprino y ovino en Colombia se encuentran en los resguardos indígenas de La Guajira. Asimismo, el potencial de producción de sal marina de dicho territorio indígena puede cubrir la totalidad del consumo nacional y aun generar excedentes para la exportación a otros países.
La pregunta que surge es: ¿por qué organizar una gran mentira para descalificar a los marchantes? Ello nos remite a una iluminadora obra de Hannah Arendt: Verdad y mentira en la política. Para esta autora, la dominación excede su dominio cuando embiste los axiomas de campos disciplinarios como la geometría, pero da la batalla en su propio terreno cuando ataca la verdad factual falsificando los hechos o alejándose de ellos. Los hechos y los acontecimientos son mucho más frágiles y débiles ante el poder y tienen lugar en el campo siempre cambiante de los asuntos humanos. Siguiendo a Arendt, es esta fragilidad es la que hace que el engaño resulte tan tentador para quienes adoptan la mentira como principio. Quien miente tiene la ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia desea o espera oír. Ha preparado su relato para el consumo público esperando que resulte creíble. Es pues la opinión, y no la verdad, la que se encuentra entre los prerrequisitos esenciales de todo poder. El embustero no dice las cosas como son porque quiere que estas sean distintas a como son. Al afirmar que los indígenas son los nuevos latifundistas, se busca transformar la verdad factual en una simple y debatible opinión.
Otro artificio retórico ha sido el de presentar al indígena como el otro exterior y lejano, tan extraño en su lengua y en sus instituciones que puede ser clasificado como un auténtico extranjero indigno de ser incluido en la categoría civilizada de los colombianos. Tal como en otras latitudes se construye una imagen amenazante de los migrantes mexicanos o centroamericanos para despertar el miedo de la población blanca norteamericana, la imagen del indígena forastero, procesador de coca y acaparador de tierras fue en las últimas semanas en Colombia el sucedáneo local del migrante perturbador.
La pregunta que debemos hacernos a la luz de la historia no es si los indígenas poseen o no el 25% de las tierras del país, sino cómo perdieron el 75% de sus territorios.
Weildler Guerra Curvelo