EE.UU con el Sistema Presidencial más longevo del mundo (Constitución de Filadelfia 1787) vive en la actualidad grados de polarización manifiestos en la Guerra Civil (1861-1865) época en la que se quebró la democracia con un acuerdo de abolición de la esclavitud pero que en la práctica se redujo a la desdemocratización del sur y a la consolidación de las leyes del Jim Crow. Bajo este sistema, el separatismo racial exigió a los negros que para acceder al voto debían superar un difícil test de alfabetismo y pagar un impuesto diseñado por la minoría blanca dominante en el sur.
Las heridas de esta guerra cicatrizaron lentamente y la exclusión racial influyó significativamente en la política estadounidense del siglo XX, los partidos aprendieron a convivir y las diferencias se ceñían a coyunturas externas o temas netamente económicos “Demócratas y republicanos eran la misma cosa”.
Hoy, el presidente Trump rememora el macartismo que fue la gran amenaza de la tolerancia mutua partidista a mediados del siglo XX. Trump, un Macartista congénito, basa su narrativa atemorizando a los estadunidenses (propio del ex senador McCarthy en los 50s) buscando votos proyectando a sus contrincantes como comunistas, socialdemócratas, castrochavistas o cualquier otra etiqueta característica de la otrora Guerra Fría. Increíblemente, en pleno siglo XXI vuelve al juego la diatriba contra el comunismo y la existencia de traidores demócratas en el seno de la sociedad estadounidense.
El proceso de inclusión social que se dio tras la Segunda Guerra Mundial, fue el gran hito que rompió décadas de tolerancia mutua entre los partidos como principio base de las reglas No Formales que caracterizaron la consolidación, el equilibrio y el funcionamiento de las instituciones estadounidenses. Este proceso culminó con la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la Ley de Derecho al Voto en 1965, concluyendo así en la plena democratización en términos de participación política en el país.
Desde este instante, la historia política estadounidense recobra aquellos síntomas de polarización y se plantean los mayores desafíos a las formas establecidas de tolerancia mutua entre Republicanos y Demócratas. Desde entonces, el capital político republicano se afianza bajo las premisas que hoy marcan la pauta electoral (nacionalismo y cristianismo), recordemos aquella imagen de Trump en Washington con una Biblia afuera de la Iglesia de San Juan, mientras se daban las protestas por la injusticia racial en el caso de Floyd.
Por su parte, los demócratas han ido captando el caudal electoral que reside en minorías que se proyectan como mayorías para el 2040 (afroamericanos y migrantes) abanderando en su discursiva la justicia social.
Es esta una breve trazabilidad histórica para identificar causas del componente discursivo actual de la campaña electoral norteamericana. Mediocremente, prevalece en el ambiente político las etiquetas peyorativas para ganar adeptos, sobre todo en aquellos estados indecisos o bisagras (swing state). Queda en evidencia que la estupidez no es propia de la política criolla del mundo periférico, hoy sobresale el discurso retrógrado del liderazgo mundial y en medio de circunstancias inéditas del COVID-19, siguen ausentes las promesas de campaña en los debates televisivos sin fondo ni contenido, un legado ajeno a las formas de abrirse a la inclusión social.
Mientras al showman de 74 años tiene gracia y se muestra siempre listo para el combate, Biden de 77 años con un lenguaje no verbal cero favorable y anclado al “establishment” se muestra un poco más sereno, sensato y coherente frente a los retos que pauta los tiempos de pandemia. Ambos, muy lejos de un debate a la altura de los líderes que demanda la modernidad y la encrucijada que vive el mundo. Al parecer, una discusión racial, nacionalista llena de personalismos que no termina y que se repite a lo largo de la historia. El mundo esperaba mucho más.
Miguel Lugo Romero