Jeremías 7: 1-12, nos cuenta una historia acerca de la idolatría de Judá, el pueblo tenía la falsa creencia de que Dios no permitiría que el templo, ni quienes vivieran cerca de este fueran dañados, pero Jeremías los reprende, pues cometían muchos pecados como robar, matar, mentir, adulterar, luego pensaban que bastaba ir al templo para ser salvos.
Podemos asistir regularmente a la iglesia, podemos servir en alguno de los ministerios, cantar alabanzas, ofrendar, compartir nuestros bienes con personas necesitadas y apoyar todas las actividades de la iglesia, pero todo eso es en vano si Dios no se ve glorificado.
No es suficiente escuchar el sermón del domingo, debemos ponerlo en práctica; las cuatro paredes del templo, no son más importantes que la fe, las muchas cosas que hagamos en favor de la iglesia y los hermanos nunca es más significativo que vivir una vida en obediencia a Dios.
Sí, el templo físico es un lugar de refugio, donde podemos compartir con los hermanos de la fe, donde aprendemos la palabra de Dios y seguramente nos fortalecemos espiritualmente, sin embargo, este no es un lugar para escondernos del mal u ocultar nuestros pecados, mucho menos para usarlo como fachada aparentando una vida íntegra. No podemos entrar a la iglesia, sentirnos santos y luego salir a hacer aquellas mismas cosas que desagradan al Señor.
Si vamos al templo a adorar a Dios, pero no tenemos el compromiso de adorarlo con nuestras vidas, con lo que decimos, hacemos e incluso pensamos, estamos siendo meramente religiosos. Por ello, ser hacedores de la palabra, comportarnos como verdaderos hijos de Dios, es entender que el templo no es solo el lugar donde nos congregamos, sino que nosotros mismos, nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que no somos nuestros propios dueños, que fuimos comprados por un precio, por tanto, estamos llamados a glorificar con nuestro cuerpo a Dios.
Jennifer Caicedo