EPILEPSIA NACIONAL

Los corolarios de las recientes elecciones pasan por todas las formas de analizar la política en Colombia. La necesidad de su frecuencia, las coaliciones sin estructura política, pero con alto interés de control económico del estado y las fragmentaciones de liderazgos se destacan entre ellos.

La más general, la conveniencia de dejar que la voluntad popular se exprese con frecuencia. A sectores de opinión les parece un despilfarro lo que cuesta una jornada electoral, sin reflexionar en la importancia de facilitarle al ciudadano que pueda corregir el rumbo que delegó cuando sea consciente de haberse equivocado. O, por el contrario, de ratificar la buena elección que hizo, cuando recibe con satisfacción los resultados del mandato otorgado. En consecuencia, el beneficio inmenso de revisar el derrotero de las acciones de gobierno sobrepasa con creces lo que un presupuesto electoral significa. Si algo de democracia tenemos es en facilitar que la expresión popular en las urnas se convierta en el verdadero premio o castigo de las tareas de gobierno.

Por otro lado, se repitió el respaldo acumulado de partidos que acuden a apoyar las aspiraciones de candidatos, por razones distintas a la coincidencia en su concepción del desarrollo. Es más, puede que en las pasadas contiendas se hayan enfrentado, pero en éstas coincidan en algún nombre. Peor aún, pueda que se aglutinen en un municipio, pero no así en el departamento, o que se persigan en un ente territorial y se alaben mutuamente en el vecino. La política es dinámica, dicen. Lo que no dicen es que ese berenjenal que se forma, por no responder a estructuras serias de partidos, destruye las bases fundacionales de su existencia y afecta la credibilidad que la ciudadanía tiene en ellos, lo que ratifica que una de las instituciones más cuestionadas sea la de los partidos. Y no solo lo vemos en los tradicionales; también aplica al enredo que se formó dentro de las fuerzas políticas emergentes que confluyeron alrededor del presidente Petro cuando optaron por fragmentarse, sin visión alguna de futuro ni liderazgo. Aún anda su jefe buscando votos y espulgando municipios para tratar de tapar, como el gato, la fuerte derrota que sufrió el 29.

No se trata de rigideces sino de consistencias. La supervivencia de los partidos está regida por su capacidad de contabilizar votos y curules, independientemente de si los aspirantes son de la “cantera” de sus militantes, o si deben acudir a la estrategia de apalancarse en candidatos de otros partidos, con acuerdos de participación en la torta de burocracia y contratos. Así funciona la real política, sobre todo en las ciudades y municipios medianos y pequeños, cuya dependencia del recurso público es exorbitante. Año tras año, sus habitantes ven pasar gobernantes sin que les llegue la verdadera mano del estado para mejorar su condición de vida. Los buenos mandatarios son la excepción.

El fondo del asunto está en las motivaciones: Vemos cómo se ha impuesto la visión de que la política es un negocio, mediante el cual se invierte una colosal suma de dinero, cuyo marco normativo es un rey de burlas, para luego hacerse con la cosecha y el provecho de los dineros públicos. El toque de Midas lo tienen ciertos personajes cuyas torcidas andanzas no alcanzan a ser frenadas por la justicia que cojea, se vuelve cómplice o, en el mejor de los casos, voltea a mirar hacia otro lado.

El proceso electoral de este octubre destapó también la parcelación de los liderazgos en el país. Los partidos tradicionalmente más votados han sido el Liberal, el Conservador, La “U”, el Centro Democrático y Cambio Radical. Son los movimientos que han hecho el país en el que vivimos. Lo bueno, lo malo, lo regular, lo feo y lo poco esplendoroso que tenemos, proviene de su agenciamiento de la gestión pública. Y aun cuando sacan pecho con los resultados, lo cierto es que sus líderes cada día se distancian más de la verdadera jerarquía que reclama el país para avanzar hacia unos destinos más estables y prósperos. Ejercen la política con unas reglas de juego que, como veíamos antes, solo suman kilómetros de lejanía entre ellos y la gente del común.

Esto último sobre todo frente a la epilepsia en la cual nos ha metido la izquierda, con convulsiones en cada uno de los elementos que constituyen el cuerpo de nuestra nación. Su prurito reformador, sin norte ni fundamentación organizada, solo acude a la amañada teoría de que el presupuesto público alcanza para pagar todos los elementos esenciales: en la salud, ahogada por frenos financieros. En la educación, solo pendiente de la superior, como si el problema no viniera de la básica. En la vivienda, atrasada de tal forma que repercute negativamente tanto en la provisión de casa para los más pobres como en la demanda de empleo. Sobresale además el orden público, con la opacidad impuesta a la acción militar en zonas de cultivos y circulación de narcotráfico y armamentos ilegales, al igual que a la ausente reacción al delito común, ese que padecemos en las calles todos los ciudadanos. Y ya anuncian más impuestos para repartir, solo a siniestra, el mendrugo estatal.

¿Qué hacer frente a ello?

-Exigir, por parte de todos los estamentos nacionales, una razonable concertación de las reformas estructurales que pretende imponer el actual gobierno.

-Modificar las reglas del ejercicio político para que los partidos se dediquen a hacer política seria y no politiquería.

-Demandar el respeto gubernamental por la libertad de empresa y de asociación, sin estigmatizar a nuestros empresarios, la mayoría de ellos, de pequeños comercios y emprendimientos.

-Devolverle a la juventud y al más necesitado la confianza en sus dirigentes, mediante un actuar pulcro, visionario y efectivo, que solucione los problemas en vez de agravarlos.

El asunto ahora es, ¿A quién se empodera para ello? Hay, y muy buenos, potenciales candidatos presidenciales, aquellos que han adquirido el bagaje y cuentan con un recorrido alejado del pillaje al erario y dispuestos a tomar esas banderas.

Nelson R. Amaya

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