COLOMBIA, DANTESCA

Nos habíamos quejado por mucho tiempo de estar a las puertas del infierno, por la abundancia de males que el narcotráfico ha traído a nuestro país. La inseguridad, la permisividad con el delito, la corrupción que implica, el deterioro de la paz social y la perdición en que caen las personas que padecen sus influjos viciosos. Ahora, cuando vemos como se nos abren los portones de par en par de ese hueco maldito donde nos quiere condenar este gobierno y del cual no se puede salir, parece que no estremece las conciencias de todos los colombianos.

Sedados, muchos miran con cierta displicencia la forma perversamente acompasada con la que se aceitan los goznes de la entrada infernal, al facilitarse por la corte constitucional la conversión de cualquier pillo traqueto en un sujeto de beneficios gubernamentales a través de los programas sociales que impulsa el gobierno en su paz total.

Los padecimientos de toda naturaleza que hemos tenido por ese diabólico negocio los hemos sufrido todos. Recordarlos parece ser una ofensa a la nueva memoria histórica nacional. Pero hay que persistir. Hay que traer a colación, uno a uno, los nombres de los grandes de carácter que fueron victimados por la maquinaria asesina que se ensañó con la Colombia de los ochenta. Galán, Lara y Pizarro, aspirantes presidenciales inmolados y coincidentemente padres de políticos actuales, pusieron a media asta la bandera nacional, atropellados y acribillados por las ínfulas de poder del mejor socio que se pudo conseguir el M-19 para sus fechorías: Pablo Escobar, el hombre que se hizo famoso en el mundo por sus violencia y criminalidad sin piedad.

Cuando pasó la página del estigma nacional por este malandro, nos traen en estos días a sus sucesores e imitadores, multiplicados por cientos, que aprovechan la red internacional refrescada para sobrepasar fronteras de todo tipo y desestabilizar la vida nacional, más allá de la capacidad de represión que tenemos, pues la contención de la actividad de nuestros armados legítimos para actuar frente a ellos nos termina de acomodar en la barca de Caronte.

No está solo, aun cuando parece, el expresidente Andrés Pastrana, cuando levanta su voz para sacudir la adormilada conciencia colombiana sobre las actuaciones del gobierno Petro. Hace falta poner la sintonía nacional en este problema, el más grave de todos. El de mayor impacto en nuestro presente y en nuestro futuro. El de mayor trascendencia internacional. El que nos llevaría a ser parias de la comunidad mundial, al otorgar patente delincuencial a los que invaden las aceras de todos los países con la peste maldita de la cocaína.

No se engañen. No son las bravuconadas por mostrarse como un adalid del cambio climático, sin ser capaz siquiera de despejar la producción eléctrica eólica en el país. No son las terquedades de desmantelar el sistema complejo de salud, mejorable cierto, pero reconocido por la OMS como bueno. No son las desgastadas pretensiones de agigantar el estado para acumular ineficiencias en servicios públicos más allá de todo cálculo. Es el ropaje de convivencia y connivencia con los narcos y la represión anunciada a quien se oponga a su paz total.

Como en cualquier turbulencia, Pastrana nos hace recabar en la necesidad de apretarnos los cinturones del carácter, de la civilidad decente, de la intolerancia con la andanada de poder que se les concede a bandidos, en relación proporcional al tamaño de sus crímenes. A mayor impacto delincuencial, mayor consideración estatal a su sustento.

No es de menor cuantía. Es la verdadera y primordial propuesta del gobierno Petro que hay que frenar a todo trance. No dejemos solo a Andrés Pastrana en esto. Se requiere mucha voluntad y mucha expresión de rechazo para parar ese descarrilamiento moral y legal.

Nelson R. Amaya

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