Don César Enrique Urbina Giovannetti es uno de mis amigos de vieja data que nunca se aparta de mis recuerdos. Es más conocido como “Chechita” Urbina, un hipocorístico que desde niño le colgaron a su identidad para diferenciarlo de su homónimo padre, el legendario “Checha” Urbina. Aunque “Chechita” hoy es un respetable y exitoso hombre de negocios agropecuarios absolutamente dedicado a ejercer como padre, esposo y hermano ejemplar, la impronta de su personalidad permanece inmarcesible para su primer círculo de amigos de toda la vida.
Los recuerdos se remontan a la niñez, cuando era usual “pasarse el día” en la casa de amigos o familiares con la anuencia de los padres. Y esa costumbre pueblerina tenía la magia de tejer amistades imperecederas, amén de que eran el lubricante infalible para destrabar cualquier desavenencia surgida en el engranaje de una amistad. Por ser algunos años mayor, “Chechita” era un veterano que se escudaba en su contextura menuda y su apariencia inocente para simular seriedad ante los mayores. Conducido por “Chechita”, en nuestros tiempos de estudiantes de bachillerato en Barranquilla, conocí el deleite de disfrutar por primera vez un coctel de “Ron Medellín & Coca-Cola” en un barcito localizado en la calle 74 y carrera 46 en Barranquilla que tenía un nombre muy simpático. Se llamaba “La Conferencia”. En ese minúsculo local, jugábamos a ser adultos en una ciudad lejos de nuestro natal San Juan. Y como “Chechita” era andariego, aprendí a moverme con más soltura, viajando en buseta los fines de semana a Santa Marta, a visitar a Jorge Brieva y a mi primo “Patico” Gámez. Y por incitación de “Chechita”, cometí la osadía de viajar en bus por primera vez a San Juan a pasar un puente, asunto que tenía absolutamente prohibido por mis padres, pues los viajes a la casa solamente se hacían en las vacaciones escolares. El regreso fue también inusual. Viajamos a Maicao, en lugar de Valledupar, y tomamos una carretera inédita para nosotros. La Troncal del Caribe, que en 1974 estaba apenas en construcción. Siempre he creído que el trayecto Riohacha – Santa Marta es una de las carreteras más bellas de Colombia, pues combina paisajes de desierto, ríos, montaña, mar y horizontes de ensueño. Es que recorrer el zócalo de la montaña litoral más alta del mundo, es una experiencia espiritual alucinante.
Tiempo después volvimos a coincidir en Bogotá. Allí compartimos un apartamento de estudiantes en la Carrera 7ª con Calle 60. En aquel momento yo estaba haciendo mi proyecto de grado para recibirme como arquitecto. Y “Chechita” había experimentado el comienzo de varias carreras universitarias sin concluir ninguna y se disponía a comenzar en el pensum de arquitectura, en el mismo claustro donde yo estudiaba. En la Universidad Piloto de Colombia. Don “Checha” Urbina, su padre, expresó mucha complacencia de que su hijo varón primogénito estuviera compartiendo apartamento de estudiantes conmigo, pues de esa manera yo lo podría “ayudar”. Ya “Chechita” había superado el primer semestre y se sentía triunfante. Su optimismo se le notaba en el jarocho lenguaje corporal que ahora exhibía con mayor soltura. Y ante una pregunta de mi abuela Nicolasa Romero, de porqué “Chechita” estaba tan demorado en sus estudios, le respondió muy lleno de confianza:
- Vea, señora Colasa, yo estoy estudiando la carrera de arquitectura, no estoy estudiando arquitectura a las carreras.
- ¡Jesús, María y José…! Después de escuchar esa respuesta, ya se sabe que ese muchacho no va’ a servir para nada. ¡Ese muchacho no tiene sindéresis! … exclamó escandalizada mi abuela.
Otro entrañable amigo que compartía ese apartamento de estudiantes era Guillermo Luis Guerra Bermúdez. Aunque por ser del mismo pueblo ya nos conocíamos, la convivencia estudiantil hizo que se tejiera la sólida amistad que aún perdura. Guille era un excelente estudiante de Ingeniería Civil y conformábamos una cofradía estudiantil diversa pero fraterna. Y uno de nuestros pasatiempos predilectos era pescarle a “Chechita” gazapos verbales y anécdotas de fanfarronería, rubros en los cuales exhibía una abundante producción.
Fue precisamente Guille quien se encargó de desnudar un gazapo que había pasado inadvertido. “Chechita” nos estaba contando un relato. Y dentro del relato estaba una perla: “Veníamos caminando por la Séptima. Luis Daniel Morón, mi persona y yo. Veníamos los tres”. Guille tuvo que repetirle la pregunta dos veces, para que “Chechita” se percatara de que solamente venían dos peatones por la Séptima.
La administración del apartamento de estudiantes la hacíamos con una gerencia rotativa. Cada mes el “gerente” de turno recibía el dinero en efectivo de todos los residentes del apartamento y éste se encargaba de pagar el alquiler, los servicios, hacer el mercado, etc. Y debía garantizar durante el mes la alimentación de todos los compañeros. En tiempos de la “gerencia” de “Chechita”, el dinero común permanecía en el bolsillo de su pantalón, inclusive en las fiestas de fin de semana que se hacían en otros apartamentos, donde “Chechita” aprovechaba para exhibir el fajo de billetes cuando había que hacer el aporte individual para la botella de Aguardiente Cristal. Y nuestro amigo “Muralla” Orozco (QEPD), también ocupante de ese apartamento, se vio precisado a advertirle: “Chechita”, trata de que no se te confunda tu plata con la plata común. Usa bolsillos diferentes.
Durante los días de semana la “zona social” del apartamento, la cual estaba amoblada solamente con una mesa de comedor y muchos cojines en el suelo, era utilizada para estudiar. Yo usaba una gran extensión de la sala para organizar la maqueta de un Centro Penitenciario, que era mi proyecto de grado. “Chechita” ya estaba en segundo semestre y su proyecto era el diseño de una biblioteca. Guille Guerra observaba que “Chechita” usaba casi todos los elementos de mi maqueta para adaptarlos a su proyecto. Hasta que un día hizo el comentario en el almuerzo: Al paso que vamos, la biblioteca de “Chechita” va a terminar llena de rejas, igualita a la cárcel de Landy.
Años más tarde nos volvimos a encontrar en San Juan del Cesar haciendo pininos como adultos. Después de desertar de su intento de graduarse de arquitecto, ahora éramos nuevamente colegas de oficio. Ambos fungíamos como algodoneros. Yo combinaba mi actividad de arquitecto constructor con el oficio de agricultor. “Chechita” sembraba en Becerril y yo en Villanueva. Y aunque ambos obtuvimos buenas cosechas ese año de 1984, cada vez que “Chechita” regresaba de Becerril, me decía: Acabo de pasar por Villanueva. ¡Definitivamente, ese algodoncito tuyo se quedó chiquito…!
En el epilogo de la cosecha, cuando recibió el primer cheque de $4 Millones de pesos por concepto de su cosecha de algodón, “Chechita” no perdió oportunidad de enrostrarnos a Augusto Elías Zúñiga y a mí, el comprobante de la consignación que acababa de realizar en el Banco de Bogotá.
Nojoda, ese “Chechita” es una vaina, dijo Augusto Elías No solo canta la plata propia sino también la plata ajena. ¡Hay que verlo cuando habla de Tío Santo y de Tío Rafa… Ja ja ja ja…! Pero no tenemos más remedio que quererlo así. ¡Qué le vamos a hacer…!
Esa mentalidad triunfadora de “Chechita” lo ha llevado a cultivar con éxito una personalidad de abundancia, no solo en el aspecto material, que es lo menos relevante, sino a convertirlo en un amigo de valía por la abundancia del amor y la generosidad que le brota de su corazón. Sus amigos estamos complacidos de que sea un exitoso hombre de negocios agropecuarios. Por eso no extraña verlo ocupando los asientos de la primera fila en los congresos de palmeros y en las asociaciones de ganaderos. Hasta en criador de búfalos se ha convertido. De eso nos dimos por enterado en una de las reuniones informales que se hacen en POTRERILLO. Una tarde cualquiera estábamos conversando en la Terraza “Atardeceres de Topacio” mi hermano Javier, Augusto Elías, Jorge Alfonso, “Pático” Gámez y Arike Aragón. Luego don “Chechita” llegó a la reunión y se incorporó a la tertulia. Y cuando nos había relatado todo el proceso que lo llevó a diversificar su ganadería, añadiendo búfalos a su línea de bovinos, hizo una declaración casi estrepitosa:
- ¡Ahí tengo un lote de 50 búfalas entoradas…!
Inmediatamente Javier le pidió aclaración. ¿Pusiste a los toros a preñar las búfalas…?
- Noooo…! Lo que quiero decir, es que están preñadas. Es decir, están “embufaladas”. ¿Cierto Orlando…?
- Yo no sé “Chechita”. No me vayas a poner a hacer disquisiciones zoológico-gramaticales. Mejor vamos a transferirle esa pregunta a lingüistas de renombre, como el cronista Uriel Ariza Urbina y también al presidente de la Academia Provinciana de la Lengua (APL), don Perico Manjarrés Ariza.
Orlando Cuello Gámez