DE LA GUERRA Y LA INDOLENCIA DEL ESTADO… NUEVAS CONSIDERACIONES PARA UN APRENDIZ DE POLÍTICO

La guerra es una de las prácticas más abominables de la humanidad. Desde lo más profundo de la antigüedad, cuatro y tres milenios A.C, esto es seis milenios a tiempos de hoy, conocemos de actos de violencia que provocaron el desplazamiento y exterminio de pueblos y civilizaciones que se vieron forzadas a abandonar sus territorios a causa del sometimiento violento que sufrieron de parte de otros pueblos que se reconocían a sí mismos con más méritos para gobernar territorios y usufructuar sus riquezas.  Así, de ese modo, los sumerios, considerados la civilización más antigua registrada, se impusieron sobre numerosas tribus nómadas del sur de la Mesopotamia para dar lugar a la primera forma de Ciudades Estado y una primera forma de imperio. Los Acadios, venidos del norte, sometieron a los sumerios luego de extensas guerras y se apoderaron del territorio, pero su dominio duró pocos siglos, siendo así posible que los sumerios recuperaran el dominio perdido, aunque iban a perderlo luego frente a otro pueblo venido de Arabia: los Amorreos. De tal forma toma cuerpo la Mesopotamia, ampliamente conocida en los relatos de la historia antigua, que se expande y crece por el valle bañado por los ríos Tigris y Éufrates. Las dos grandes civilizaciones, sumerios y acadios, lograron vivir, cada una en su turno, períodos de paz y cierto nivel de convivencia que sirvieron mucho al desarrollo de la escritura cuneiforme y a la composición de escritos que narraron historias de su origen y civilización, así como la reseña de sus guerras.

Pero hacia el oeste los pueblos no permanecieron quietos. Egipto se vino sobre sus vecinos y conformó el imperio del Nilo que se mantuvo por tres milenios hasta la llegada de Alejandro Magno, proveniente de Macedonia. Fue entonces cuando Grecia comenzó a posar de potencia imperial de oriente, solo que a la temprana e imprevista muerte de éste, los persas se vinieron por el territorio comandados por Darío y lo dominaron sin interrupción hasta el siglo pasado, es decir en un imperio por más de dos mil años, cuando finalmente se dividió en Irak, Irán y los países que conocemos hoy.  Y Roma, que a su vez quiso dominar el mundo conocido, pronto desató la fuerza de sus legiones sobre el medio oriente y el norte de África, para dar así pasos agigantados en la constitución del imperio que dominó la civilización del occidente conocido hasta entrado el primer milenio D.C.

Y cuando se sigue la Biblia para entender la historia del pueblo judío, salta a la vista el hecho de que la campaña cumplida desde la salida de Egipto fue una completa aventura de guerra coordinada por Yaveh, mediante la cual cayeron los judíos sobre cada tribu y pueblo del desierto en el camino hacia Canaan, exterminando y destruyendo poblaciones bajo la orden de “no dejar piedra sobre piedra”. Con esa consigna llegaron hasta la rivera del Jordán en donde se establecieron, con mucha aproximación a lo que ocupa hoy el Estado de Israel. Ellos también cayeron bajo el dominio romano y fueron expulsados del territorio.

Y vino la Edad Media y con ella el surgimiento progresivo de grandes Estados de occidente, todos ellos regidos por reyes ambiciosos, logrados a partir de espantosas y crueles campañas de guerra que representaron inimaginable número de víctimas. Hubo momentos en los que todos los países estaban involucradas en guerras que buscaban defender imperios propios o ajenos, y habría que decir que fueron muchos los momentos y lugares en los que los campos y los ríos se vieron llenos de cadáveres que nadie era capaz de sepultar.

Hasta nuestros días, si contamos, como debemos hacerlo, con las dos guerras mundiales del s.XX, que son de lejos la mayor demostración de barbarie e inhumanidad a la que se puede llegar por razones totalmente pasadas de soberbia.   

Este apretado e inexacto recordatorio tiene un propósito simple:  ver contigo y dejar sentado para nuestro diálogo que no fueron, no siempre han sido, y casi nunca fueron los pueblos quienes iniciaron por norma los conflictos, sino que ha sido responsabilidad de sus gobernantes. No es el caso general que las gentes se lancen a las calles a pedir armas para matar a los vecinos, con la clara intención de lanzarlos de su territorio; son los gobernantes quienes se reúnen en camarillas, ellos sí por norma general, a conspirar contra los vecinos y desatar guerras cuyo sacrificio terminan pagando millones de inocentes que, al grito de guerra, están dispuestos a dar su sangre y su vida por la causa de sus comandantes.

Pero anotemos de una vez que ha conocido la humanidad personajes que, aun no siendo ni reyes ni gobernantes, asumen liderazgos pasados de odio, rencor y soberbia para conducir sus pueblos en enloquecidas aventuras de guerra y exterminio contra otros iguales por el simple gusto de acabar con ellos. Recordarás cabecillas de la antigüedad que hacían eso, como Gengis Kahn y Atila, solo a título de ejemplo; y cabecillas de la modernidad que siguieron el ejemplo, como Hitler en Alemania y Europa (1939-1945) y el exterminio de las tribus Tutsi ordenado por el gobierno hegemónico Hutu en Ruanda, África ecuatorial (1994).  

¿No te parece ésta una perversidad? La historia habla siempre de reyes victoriosos y hasta de reyes vencidos, pero nunca de inocentes sacrificados en batalla; habla de las hazañas de grandes conquistadores, pero nunca del genocidio y exterminio de pueblos enteros para imponer el deseado dominio del déspota; habla de héroes de batalla que casi nunca eran soldados rasos, porque pareciera que el mérito no alcanzara hasta allá, aunque podemos apostar que al nivel del piso hubo mil veces más actos de valor que sobre el lomo del caballo: el héroe de batalla luchaba en su caballo  con vestido de lino mientras el soldado se hundía en el barro lleno de heridas y cubierto de chatarra.  No era común en la antigüedad hablar de reyes o gobernantes que fuesen pacíficos, como tampoco de militares pacíficos en los tiempos de hoy, porque el concepto que domina en la guerra es el de hacer el mayor daño posible en el tiempo más corto posible, para que la supervivencia del adversario en conflicto no se prolongue demasiado. Para ello son llamados los grandes estrategas y los no menos grandes ideadores de victorias. El conflicto presente entre Ucrania y Rusia obedece a ese patrón; también el enloquecido avance de Israel sobre el pueblo Palestino. 

El caso aquí, mi amigo, es que la guerra es una práctica de muerte. Está muy mal que suceda, pero está mucho peor que sea el Estado el promotor de tal atrocidad. El Estado debe ser promotor de la Paz, en primera instancia porque no acepta, no tolera, no transige que el legítimo “monopolio de las armas”, según se establece en casi la generalidad de constituciones políticas, o el “legítimo monopolio de la violencia” en los Estados modernos, como señalara Max Weber comenzando el s.XX, se convierta en inductor rampante de violencia contra las personas. Viene a ser una aberración que el Estado aproveche esta posición de ventaja.  Los Estados deben ser amortiguadores de violencia, precisamente porque acaparan la autoridad sobre todo objeto que puede ser usado en contra de la vida de alguien, y pueden limitar su uso en el marco de la Ley. En principio, nadie, aparte del Estado, debería tener licencia para el uso de armas, y nadie debía poder hacerlo de manera ilegal sin ser perseguido por la Ley, sin embargo, sabemos que el tráfico legal e ilegal de armas, y su distribución para uso libre, aumenta sin control en la actualidad.

Y en Colombia, ¿podemos hacer uso de ese monopolio para terminar el conflicto interno? Claro que sí, no faltaba más, pero aquí entra nuestra precisión de que el Estado y sólo las fuerzas constitucionales del Estado, serían los encargados de hacerlo, bajo protocolos muy estrictos de combate contra cuerpos armados que se reconocen de forma debida. Esa claridad jurídica tiró al piso de la ilegalidad el paramilitarismo de los años 90 y décadas posteriores y permitió condenar responsables, pero además sirvió para inculpar militares con poder de mando de tropas que incurrieron en estados de acción u omisión frente a las acciones paramilitares que se tomaron el país. 

Estuvo pues muy mal que las fuerzas del Estado fueran responsables de acciones ilegales en el marco del conflicto armado, pero mil veces peor es que tales acciones fueran conducidas contra población civil, es decir comunidades de personas inocentes e indefensas frente al conflicto, lo cual constituye crímenes de guerra; o que se hubiese llegado a perpetrar ejecuciones selectivas, masacres indiscriminadas y ataques de violencia física y sexual contra mujeres, lo cual tipifica crímenes de lesa humanidad; y que como resultado colateral se generara terror en las comunidades para inducir desplazamiento forzado y abandono masivo del territorio, lo cual agrega motivos a la acusación de lesa humanidad.  Se entiende que sean alzados en armas quienes estén implicados en actos de barbarie como éstos, claro, por razón de su participación en la guerra, y deben responder ante la justicia por todo lo hecho, pero es de nuevo mil veces peor que militares de las fuerzas del Estado resultaran comprometidos en actos de ésta o peores características, porque ello compromete la pulcritud del Estado frente al uso privilegiado de la fuerza y las armas.   

Este gravísimo panorama de nuestra guerra interna llevaba décadas taladrando el alma de las mujeres y hombres que vivían en los territorios de Colombia, a la vez que rasgó sus venas para tirar su sangre, destrozar sus familias, deshonrar sus mujeres, robar sus niños sin responder por sus vidas, todo en medio del salvajismo desbordado del combate. Todo ello debió terminar cuando finalmente se firmó el Pacto de Paz (2016) y el Estado se comprometió a ser el motor de la transformación nacional e implementar los acuerdos en los territorios, mientras que los cuerpos armados ilegales se desmovilizaron en demostración de su voluntad de paz.  Como resultado inmediato el país comenzó a respirar aires de Paz y, en efecto, los campos y veredas de Colombia volvieron a vivir amaneceres en los que olía a café recién colado y no a pólvora y cadáver. 

¿Por qué razón el propio gobierno colombiano ignoró todo aquello y prefirió mantener estados de guerra? Es una paradoja increíble, amigo mío, porque se contradijo la voluntad de hombres y mujeres valientes que se reunieron durante meses en La Habana para llegar a puntos de coincidencia que podían tener la solidez necesaria para construir nuevas condiciones de paz en los territorios. Eran dos bandos contrarios que se enfrentaban en mesas de trabajo para buscar puntos de unión en la paz, no de distanciamiento, para trazar sobre esa base el Acuerdo que señalaba la ruta de trabajo para los años que están por llegar. Un trabajo lleno de valor, sin duda, tirado al caño por la simple soberbia partidista de un gobernante arrogante y la inoperancia de gobiernos mediocres.

Indolencia de Estado, por definición, desde el punto en que se aplazaba la oportunidad de establecer justicia contra los responsables de los horrores cometidos, pero más urgente aún, restablecer justicia en favor de las víctimas.  Esa demora no le duele al Estado, pero sí a las víctimas que esperan la fecha en que se sepa toda la verdad; sepan de los hombres y mujeres que se fueron y jamás regresaron, o que fueron desaparecidos sin tener la oportunidad de sepultura; sepan de sus bienes y sus territorios y puedan imaginar una forma de reconstruir sus vidas, aquí donde están ahora o allá de donde fueron expulsados. Las víctimas lloran aún el abandono, el Estado Indolente no.

Fíjate amigo que no es cuestión de repartir plata, que sabemos que sí se necesita pero que no es lo principal. Lo principal aquí es recomponer las oportunidades de todos para iniciar una vida nueva en el lugar que cada quién decida sin temer por su vida o su seguridad. Lo que esperan todas estas mujeres de la millonada de víctimas que dejó el conflicto –y aún deja- es volver a vivir en paz en sus hogares y con la mirada puesta en sus hijos. Lo que la millonada de hombres espera es poder regresar a su trabajo dignamente sin el temor y zozobra de dejar tirada su familia al perder la vida en otro hecho de violencia. Eso le duele demasiado a cada una y a cada uno, al Estado no, el Estado es Indolente.

 

Arturo Moncaleano Archila

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