Mientras en Colombia el cielo se partía en dos, los ríos crecían más rápido que las excusas políticas, las víctimas del conflicto clamaban voz y los acuerdos de paz parecían girar en círculos, nuestro presidente decidió hacer algo muy humano: desaparecerse. Así, sin previo aviso y sin dejar ni el número de un beeper, no hubo siquiera señal de humo. París, la ciudad luz, lo recibió con los brazos abiertos. Colombia, en cambio, se quedó buscando una linterna.
Ahora, no nos pongamos trágicos, que el país no se acabó. Seguimos siendo una nación en construcción (o en destrucción, depende del cristal), pero resulta que mientras la tragedia golpeaba a Chocó con inundaciones bíblicas y el Plan Nacional de Gestión del Riesgo se cocinaba en Bogotá, nuestro mandatario estaba, digamos, «de descanso estratégico».
Hagamos memoria el 24 de junio de 2024, el Gobierno colombiano y la Segunda Marquetalia, disidencia de las extintas FARC, iniciaron formalmente una mesa de negociaciones en Caracas, Venezuela. Este proceso buscaba abordar temas como el desescalamiento del conflicto, la construcción de territorios de paz y la implementación de mecanismos para garantizar los derechos de las víctimas, hecho que no ha dado resultados porque no sé si estratégicamente se dividieron al punto que las “disidencias” acaban el país; Bolívar, Antioquia, Córdoba y Cauca han tenido una escalada terrorista sin precedentes en la historia reciente.
Por otro lado, el 25 de junio, víctimas de todo el país se reunieron en Bogotá con delegaciones del Gobierno y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en un evento organizado por el Comité Nacional de Participación. El objetivo fue escuchar y dar voz a las víctimas del conflicto armado, permitiéndoles expresar sus perspectivas y propuestas en el marco de las negociaciones de paz, al parecer no tuvo nada de importancia porque el Catatumbo está mas caliente que nunca.
¿Y la explicación? Una joya: su hija, joven y espontánea, pidió disculpas porque, claro, ella se fue a rumbear (porque para eso es la juventud) y dejó a su padre cuidando a sus nietas. ¡Qué belleza de relato! Casi digno de un vallenato, con acordeón y todo: «Mi papi quedó cuidando a las pelá (acento sabanero), mientras yo bailaba en Montmartre hasta la madrugá» (toca buscarle una rima a una situación sin sentido). Se pasó de piña —como decimos nosotros en la costa—. No por irse, sino por creer que gobernar un país es como turnarse para cuidar a los pelaos en la casa.
Y mientras tanto, el coro de justificaciones sonaba desafinado: Alfonso Prada, embajador en Francia, tratando de cuadrar el cuento; Carlos Ramón González, el ex patrón del DAPRE, en mutismo sagrado; y el canciller Álvaro Leyva (antes de ser declarado insubsistente) diciendo más verdades en dos frases que toda la Cancillería en un mes.
No escribo esto como un opositor político, porque no lo soy. Respeto al presidente Petro como el jefe de Estado que el pueblo colombiano eligió legítimamente. Pero el respeto no es mudez. Cuando se trata del liderazgo de una nación, sobre todo en tiempos duros, no hay excusa con olor a champán que sirva.
Colombia no merece discursos de 20 de julio maquillados de esperanza mientras por debajo nos maquillan con cirugías estéticas las realidades diplomáticas. Colombia necesita más que selfies en París: necesita restaurar relaciones con socios estratégicos, levantarle el ánimo y el respaldo real a su Fuerza Pública, aterrizar políticas públicas que dejen de ser papeles volando en los anaqueles ministeriales.
Y sí, jugar todos nuestros roles: el presidente presidiendo, los ministros gestionando, los funcionarios funcionando y nosotros, los ciudadanos, cumpliendo nuestros deberes, exigiendo nuestros derechos, criticando con respeto, construyendo, y sobre todo, recordando que París puede esperar… pero el pueblo colombiano, no.
Adaulfo Manjarrés Mejía