UNA GRAN VERDAD

Este artículo de Julia Regales, cae como anillo al dedo de lo que está ocurriendo hoy sobre la corrupción y otros males. Lo traigo a ustedes mis queridos lectores de este importante análisis, Cuando el poder pierde el alma:

«La corrupción no es sólo el gran robo, ni la cifra escandalosa que encabeza los titulares de los periódicos” Corrupción es también ese gesto cotidiano de acomodarse en la sombra, ese silencio cómplice ante la injusticia, esa costumbre de preferir la ventaja al esfuerzo. Y es precisamente esa multiplicidad de rostros —unos discretos, otros monstruosos— lo que la hace tan penetrante, tan peligrosa, tan difícil de arrancar.

Estamos en 2025, y la palabra corrupción ya no causa escándalo: causa resignación. La escuchamos como se escucha el pronóstico del clima o el ruido de fondo de la ciudad. Forma parte del paisaje. Pero no siempre fue así. Lo que hoy se tolera como “parte del sistema” alguna vez fue una aberración ética. El problema es que el sistema ha cambiado, y ahora, en muchos países latinoamericanos —y no sólo aquí—, la corrupción no es un desvío del camino: es el camino.

La mordida pequeña, el favor político, el contrato amañado, el tráfico de influencias… todo ello ha creado una telaraña invisible que envuelve al ciudadano desde su nacimiento. Y esa telaraña no sólo se mantiene con impunidad, sino que se justifica bajo el lema tácito de la supervivencia. “Si no lo hago yo, lo hará otro”. “Así funciona todo”. “No hay otra manera de subir”. Estas frases, repetidas hasta el hastío, han reemplazado al viejo lenguaje del deber, del honor, de la dignidad.

Pero la corrupción estructural —la del funcionario que cobra doble salario, la del empresario que financia campañas para obtener contratos millonarios, la del juez que archiva expedientes a cambio de favores— ya no es un fenómeno aislado. Lo que estamos presenciando es algo más grave: la fusión casi perfecta entre las élites corruptas y el crimen organizado. Ya no se trata de bandas ocultas que se infiltran en el poder: es el propio poder el que en muchos casos se comporta como una banda. Con códigos de silencio, con pactos entre mafias, con estructuras jerárquicas que no difieren de las organizaciones criminales más temidas.

Banqueros, diputados, ministros, líderes empresariales, jueces supremos… muchos de ellos —no todos, pero sí demasiados— actúan como cómplices o brazos financieros del crimen transnacional. Lavado de dinero, evasión fiscal, tráfico de influencias, despojo territorial, asesinatos silenciosos disfrazados de burocracia. La ética ha sido sustituida por la rentabilidad.

La tragedia, sin embargo, no está solo en la cúspide del poder. Está también en el alma desgastada de una sociedad que ha comenzado a normalizar lo que debería denunciar. Hay un fenómeno que Hannah Arendt llamó “la banalidad del mal”: no hace falta ser un monstruo para perpetuar el horror. Basta con cumplir órdenes, con mirar a otro lado, con dejar de pensar. Y eso, exactamente eso, es lo que estamos viviendo hoy.

En Panamá, como en otros países de la región, los escándalos de corrupción se repiten como rituales sin consecuencia. Un día se filtra una grabación. Al siguiente se expone una red de testaferros. Luego se acusa a un expresidente, a un alto funcionario, a un magistrado. Pero nada ocurre. Porque los jueces están comprados, porque los fiscales temen por su vida, porque los medios son parte del juego. Y porque —más allá de todo— la sociedad se ha habituado a la desmoralización.

Hay una frase atribuida a Bertolt Brecht que resuena como advertencia: “El peor analfabeto es el analfabeto político. No sabe que del analfabetismo político nace la prostituta, el niño abandonado, el robo y lo peor de todos los males: la corrupción.” Y es esa ceguera colectiva, esa desconexión entre la moral individual y la realidad estructural, la que permite que la maquinaria siga girando.

El crimen organizado no necesita ya esconderse en los márgenes. Está sentado en los parlamentos. Firma decretos. Redacta leyes. Se fotografía con diplomáticos. Se disfraza de progreso. Ha dejado de ser un cuerpo extraño y ha pasado a ser el corazón mismo de muchas economías.

La corrupción, entonces, no es solo un mal político. Es un cáncer cultural. Una enfermedad moral que disuelve los vínculos sociales, destruye la confianza colectiva y pervierte el sentido del bien común. Ya no se trata sólo de dinero mal habido: se trata de la pérdida del alma.

Y cuando una sociedad pierde su alma, lo queda es barbarie.

La corrupción no es únicamente una distorsión externa del sistema: es, ante todo, una fractura interior. Es el momento en que el ser humano, enfrentado a las decisiones que definen su identidad, elige el camino más fácil, el atajo más rentable, la máscara más segura. Es cuando deja de construirse como persona para convertirse en engranaje, operador, pieza intercambiable. Se convierte en alguien que ocupa un lugar, pero ha vaciado su sentido. Y cuando eso ocurre de forma masiva, lo que colapsa ya no es solo el sistema: colapsa la conciencia

Vivimos en una época donde triunfa la lógica del tener sobre el ser. Lo que una persona posee importa más que lo que es. Su valor está determinado por el carro que conduce, la marca de su ropa, la cantidad de ceros en su cuenta bancaria. Ya no se pregunta: “¿Quién soy y para qué estoy aquí?”, sino: “¿Cómo consigo más?, ¿cómo me protejo?, ¿cómo escalo?” La ética ha sido sustituida por la eficacia, y la dignidad por la apariencia.

Ya lo advirtió Erich Fromm hace más de medio siglo: una sociedad basada en el consumo y en la competencia convierte al ser humano en mercancía. No importa su integridad, su compasión, su coherencia: importa su utilidad. En ese mundo, el alma se convierte en estorbo. La introspección, en debilidad. La sensibilidad, en amenaza.

Y en este vacío espiritual, la corrupción florece. Porque necesita de seres desarraigados, desconectados de su centro, incapaces de decir “no” por fidelidad a sí mismos. La corrupción se alimenta del miedo, del narcisismo, de la desesperanza. Necesita una sociedad en la que la verdad ha sido reemplazada por el cálculo y el silencio.

El gran engaño de nuestro tiempo ha sido hacer creer que lo ético es ingenuo, que lo justo es utópico, que lo humano es ineficiente. Se ha glorificado la astucia, se ha romantizado la transgresión, se ha convertido la trampa en símbolo de éxito. Y mientras tanto, generaciones enteras crecen sin referentes verdaderos.

Pero incluso en este panorama, hay una pregunta urgente que debemos volver a plantear: ¿Qué significa hoy ser persona? Ser persona es resistirse a la inercia del mundo corrompido. Es cultivar el pensamiento crítico, la empatía, la coherencia interior. Es formar un yo que no se venda, que no se diluya, que no se prostituya frente al dinero, al poder, al miedo o al éxito. Ser persona es tener un alma con raíz. Un alma que no se compra, que no se alquila, que no se negocia.

Simone Weil lo decía con crudeza: “La integridad de un ser humano vale más que la totalidad del mundo.” Pero esa integridad no nace por decreto. Se cultiva. Se enseña. Se sostiene en comunidad. Y hoy más que nunca, necesita ser defendida como el último bastión de humanidad.

Frente a un mundo donde el crimen se viste de traje y la corrupción se vuelve norma, uno podría preguntarse: ¿Dónde comienza el verdadero cambio? No en los grandes salones del poder, ni en los discursos de ocasión, ni en los proyectos políticos de turno. El cambio empieza en los espacios más invisibles: en la mesa de la casa, en el aula de la escuela, en la mirada del adulto que le enseña a un niño qué es el bien y qué es el abuso, qué es el respeto y qué es el miedo.

La familia, cuando aún no ha sido erosionada por la desesperanza o el abandono, es el primer laboratorio ético. Allí se aprende —o se desfigura— la noción de justicia, de límite, de empatía. Y dentro de esa familia, la figura de la mujer tiene un papel clave: no como mártir ni como símbolo, sino como matriz ética, portadora de vínculo, de intuición y de verdad transmitida con ternura y firmeza.

Junto a la familia, la otra gran frontera es la escuela. La educación puede ser una fábrica de obediencia o un jardín de conciencia. Y la gran diferencia no está solo en el currículo, sino en el educador. En ese maestro que, aún con sueldos bajos, decide mirar a los ojos, despertar preguntas, sembrar horizontes.

Como decía Paulo Freire, “la educación no cambia el mundo. Cambia a las personas que van a cambiar el mundo.” Cada cuaderno, cada conversación, cada gesto de un maestro puede ser la semilla de una civilización

Después del diagnóstico viene la decisión. No basta con denunciar. Si nos quedamos ahí, solo alimentamos el cinismo. Por eso, este tiempo nos exige más que crítica: nos exige coraje. El coraje de proponer. De reconstruir. De devolverle alma al poder.

El poder no es corrupto en sí mismo. Lo que lo degrada es la ausencia de alma en quien lo ejerce. Como decía Weil, el poder verdadero es el que no destruye, sino el que sostiene. Ese poder ético y consciente es el que debemos rescatar. Y ese rescate no vendrá desde las élites: vendrá desde abajo, desde las madres que educan con claridad, desde los jóvenes que no se rinden, desde los maestros que aún creen en su vocación, desde los líderes que no temen perder privilegios por decir la verdad.

La espiritualidad del bien común, la ternura como fuerza política, el cuidado como forma de poder, la comunidad como respuesta a la fragmentación: he ahí el nuevo pacto. No escrito en constituciones, sino en los gestos cotidianos. En el valor de quien se atreve a decir no cuando todos callan. En la dignidad de quien elige ser íntegro aun cuando no hay testigos.

Porque el verdadero cambio comienza cuando dejamos de preguntarnos solo en qué mundo vivimos… y empezamos a preguntarnos qué tipo de humanidad estamos dispuestos a encarnar. “Que verdad tan grande y real”

Hernán Baquero Bracho 

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