En física, la impedancia no es solo resistencia. Es algo más sutil, más complejo, más traicionero. No se limita a frenar la corriente, como un muro que detiene el paso. Es una oposición que distorsiona, desfasa, dilata. Es como cuando alguien te habla con claridad, pero tú solo entiendes fragmentos: captas el sonido, pero no el sentido. La energía está, pero no llega. Aplicado al tejido social —especialmente al de regiones como La Guajira, donde el desarrollo parece siempre a punto de llegar, pero nunca termina de hacerlo—, la impedancia social se revela como el fenómeno invisible que explica por qué tanta intención, tanto dinero, tanta necesidad urgente, producen tan poco cambio real. No es que no haya corriente. Es que el circuito está mal diseñado.
La resistencia social es esa presencia constante, casi cósmica, que parece inmune al tiempo. No es violenta. No grita. Simplemente está. Como el calor en el desierto: no lo ves, pero te agota. Es la inercia de un sistema político que ha aprendido a sobrevivir sin rendir cuentas. Es la costumbre de delegar el cambio a otros: al gobernador, al presidente, al “hombre nuevo” que llegará a salvarnos. Es la desconfianza arraigada en lo público, no por desamor, sino por una larga historia de promesas incumplidas, de puertas cerradas, de respuestas burocráticas que suenan a burla. Este tipo de resistencia no se manifiesta en actos de corrupción evidentes, sino en la normalización del vacío. En la aceptación de que las cosas nunca serán como deberían. En el suspiro resignado ante una obra abandonada, un plan fallido, una institución inútil. Y lo más peligroso: esta resistencia no necesita actuar para funcionar. Solo con existir, disipa energía. Como un resistor que, sin moverse, convierte la electricidad en calor inútil. Así, la voluntad ciudadana, la inversión pública, el impulso del cambio, se van evaporando en el camino, sin que nadie pueda señalar exactamente dónde se perdió todo.
Más escurridiza aún es la reactancia social: esa oposición variable, dependiente de la frecuencia del sistema. En política, esa frecuencia es el ritmo del poder. Y el poder, aquí, late al compás de las campañas. En tiempos de elección, la reactancia baja. De pronto, el Estado parece ágil. Las respuestas llegan rápido. Las obras arrancan. Los funcionarios sonríen más. La corriente parece fluir. Pero cuando el ciclo electoral termina, la reactancia sube. Las prioridades cambian. Los compromisos se “revisan”. Los proyectos se “ajustan”. Y lo que ayer era urgente, hoy es “inviable”. Este fenómeno no es corrupción en sentido estricto. Es una ingeniería del desfase. Es la capacidad del sistema para absorber la energía del cambio sin transformarla en progreso real. Como un capacitor que almacena carga… y luego la devuelve al vacío. Y así, el impulso ciudadano, tan fuerte en momentos de crisis o movilización, termina chocando contra un sistema que no se opone frontalmente, sino que se esquiva. No dice “no”, pero tampoco permite el “sí”. Dice: “pronto”, “está en trámite”, “depende de otros niveles”.
El problema no es la falta de recursos. Ni siquiera la falta de buenas intenciones. El problema es la falta de fase. En un circuito eléctrico, cuando voltaje, corriente y carga están alineados, la energía se transmite con eficiencia. Cuando están desfasados, se pierde en vibraciones inútiles, en calor, en ruido. En lo social, ocurre lo mismo. Cuando la voluntad ciudadana, los recursos públicos y las políticas de Estado no actúan al unísono, el resultado es un movimiento aparente sin avance real. Es el eterno “estamos trabajando en ello”, sin que nunca se vea el trabajo. Y en este desfase, el sistema encuentra su equilibrio: Suficiente actividad para no parecer inmóvil. Suficiente lentitud para no generar transformación. Suficiente burocracia para justificar cada retraso. Así, el desarrollo se convierte en un espectáculo de gestión sin resultados. Un teatro donde todos cumplen su papel, pero nadie cambia el guion.
Uno de los efectos más perversos de la impedancia social es que permite creer que algo está ocurriendo, incluso cuando no es así. El sistema ha aprendido a emitir señales de funcionamiento: informes, fotos, ruedas de prensa, inauguraciones simbólicas. Todo para mantener encendida la ilusión de que el motor sigue vivo. Pero es una ilusión. Como un coche con el motor encendido, pero el freno de mano puesto. Hace ruido. Vibra. Consume. Pero no avanza. Y mientras tanto, la gente aprende a vivir entre el sí, pero y el no, todavía. Entre la promesa y la espera. Entre la energía y la nada.
¿Cómo reconectar el circuito?
Reducir la impedancia social no es cuestión de más dinero, ni de más discursos. Es cuestión de reconstruir el sistema desde adentro. Primero, hay que reconocer que no todos los frenos son malos. Toda sociedad necesita resistencias: controles, límites, procesos. Pero cuando esas resistencias se convierten en obstáculos permanentes, dejan de ser frenos y pasan a ser barreras invisibles. Segundo, hay que desmontar la lógica de la reactancia electoral. El desarrollo no puede ser un fenómeno cíclico, que se enciende y apaga con el calendario político. Tiene que ser continuo, predecible, independiente del poder personal. Tercero, y más importante: hay que alinear la fase. Que la energía ciudadana no se disipe en desconfianza. Que los recursos no se pierdan en laberintos administrativos. Que las políticas no se queden en papel. Porque cuando todo está en fase, el resultado no es solo eficiencia. Es transformación.
Un territorio con baja impedancia social no es aquel donde todo funciona a la perfección. Es aquel donde la promesa no es un eslogan, sino un contrato. Donde el ciudadano no es un beneficiario, sino un co-constructor. Porque el desarrollo no es un acto de caridad. Es un flujo de energía que debe circular libre, sin distorsiones, sin desfases. Y en un lugar tan desconectado como La Guajira, cada vatio cuenta. Cada conexión importa. Cada luz que no se enciende es un fracaso colectivo. Así que no necesitamos más voltaje. No necesitamos más discursos con alta tensión emocional. Lo que necesitamos es mejor cableado. Un sistema limpio, transparente, sincronizado. Porque al final, la verdadera medida del progreso no es cuánto se promete, sino cuánto realmente llega. Por eso, si seguimos midiendo el desarrollo por la potencia del discurso y no por la intensidad de la luz, la impedancia social seguirá ahí: silenciosa, fría, eficiente. Devorando el futuro, un watt a la vez.
Arcesio Romero Pérez
Escritor afrocaribeño
Miembro de la organización de base NARP ASOMALAWI
Excelente, la guajira necesita tus sabios consejos , que establezcan una corriente fluida y constante , sin transformadores que la cambien de rumbo , a un no se donde !
Excelente comparación, gracias Dr Arcesio