En 1993, los Acuerdos de Oslo inauguraron una etapa de expectativas inéditas en el conflicto entre Israel y los palestinos. Por primera vez en décadas, el horizonte de una paz duradera parecía posible. En Israel, tal ilusión era real y generalizada: amplios sectores de la sociedad, tanto de izquierda como de derecha, asumieron que el sacrificio de renunciar a territorios se vería compensado por el fin definitivo de la violencia y la coexistencia pacífica de dos Estados.
Sin embargo, aquella esperanza se desmoronó con rapidez. La versión más difundida, recogida incluso en fuentes de referencia como Wikipedia, sostiene que el principal obstáculo fue —y sigue siendo— la negativa israelí a renunciar al control sobre Gaza y Cisjordania. Pero esa interpretación, por decirlo muy suavemente, es parcial. La reticencia israelí no fue tanto previa como consecuencia de lo que ocurrió después de Oslo, cuando la OLP mostró su verdadera estrategia en cuanto se sintió afianzada.
Tras los acuerdos, la ayuda internacional se volcó con los palestinos. Europa y Estados Unidos canalizaron recursos inmensos para proyectos de desarrollo, infraestructuras y programas educativos. La idea era que el naciente autogobierno palestino se consolidara como germen de un futuro Estado democrático, pacífico y moderno. Sin embargo, la OLP impuso sobre estos proyectos un control férreo y opaco, desviando fondos y recursos hacia turbios intereses políticos y clientelares
Numerosos cooperantes y ONG sobre el terreno advirtieron pronto el problema. Ese intervencionismo a menudo no solo desvirtuaba los proyectos, sino que los hacía fracasar. El caso de la mejora de una escuela para ciegos en la ciudad de Jenin, en el norte de Cisjordania, financiado por el Gobierno de Austria, resulta paradigmático: la ONG responsable había designado a la mayor especialista mundial en educación para invidentes. Pero la experta, por el simple hecho de su origen judío, se encontró con obstáculos sistemáticos por parte de la OLP, hasta que finalmente renunció. El proyecto quedó desvirtuado y acabó siendo un símbolo de cómo la política sectaria prevalecía sobre el interés de la población de Gaza.
En realidad, la OLP no utilizó la ayuda internacional para construir instituciones abiertas y eficientes, sino para reforzar su poder interno. La estrategia parecía clara: consolidar un aparato de control absoluto sobre la población de Gaza y, con el tiempo, proyectar ese poder como desafío a Israel. Para la mayoría de analistas israelíes, de todo el espectro político, esa dinámica revelaba que la solución de los dos Estados era falaz y peligrosas. No se trataba de convivir, sino de alimentar un futuro Estado palestino dominado por la OLP, orientado a presionar cada vez más a Israel.
La conclusión para Israel fue amarga, pero contundente: los Acuerdos de Oslo habían sido un error estratégico. Al legitimar a la OLP y otorgar forma política a un ente nacional palestino, se alimentó la idea —todavía muy arraigada en Europa— de que «Palestina» era una realidad histórica y territorial previa. Pero lo cierto es que ese concepto político es una construcción reciente. Mientras en Israel la ilusión de Oslo se transformó en una amarga experiencia grabada a fuego —la quimera de los dos Estados no conduce a la paz, sino a la inestabilidad—, en Europa las élites políticas siguen ancladas en aquel espejismo de hace 32 años, repitiendo como un disco rayado la solución de los dos Estados.
De Oslo a Gaza: el terreno abonado para Hamás
El fracaso de los Acuerdos de Oslo obedeció a múltiples factores, pero uno destaca sobre los demás: la desvirtuación sistemática de la ayuda internacional por parte de la OLP. No se trata de una opinión subjetiva, sino de los testimonios de cooperantes y ONG que, sobre el terreno, vieron cómo la Autoridad Palestina convertía los ingentes recursos recibidos en un instrumento para reforzar su propio poder, en lugar de mejorar el bienestar de las personas y construir instituciones transparentes y eficaces.
Con el tiempo, aquella corrupción erosionó la legitimidad de Fatah (facción que controlaba la OLP) y abrió espacio a nuevas fuerzas políticas. Entre ellas, Hamás emergió como la alternativa más poderosa. Las elecciones legislativas de 2006 fueron un punto de inflexión: seis partidos y cuatro independientes obtuvieron representación, pero el bloque «Cambio y Reforma» (es decir, Hamás) se impuso con un 44,45 % de los votos y 74 escaños, frente al 41,43 % y 45 escaños de Fatah.
El resultado fue un terremoto político. Para Israel, Estados Unidos y la Unión Europea era inconcebible aceptar que un partido catalogado como organización terrorista pudiera convertirse en Gobierno legítimo y, por tanto, en interlocutor en las negociaciones de paz. Un puro y simple disparate. Washington, bajo la presidencia de George W. Bush, se alineó con Israel y exigió a la Autoridad Nacional Palestina que desarmara a Hamás. Aquello desembocó en enfrentamientos armados en Gaza entre fuerzas de seguridad de la ANP y milicianos islamistas. El desenlace es conocido: Hamás consolidó su control absoluto en Gaza, donde instauró un régimen propio, al margen de la ANP.
De aquellos barros vinieron estos lodos. Gaza se convirtió en un territorio gobernado de facto por Hamás, que no ha ocultado nunca su objetivo: la destrucción del Estado de Israel. El salto cualitativo se produjo el 7 de octubre de 2023, exactamente 50 años después de la Guerra del Yom Kippur. Ese día, comandos de Hamás perpetraron una masacre de 1.400 civiles israelíes y secuestraron a 252 personas, en el mayor ataque sufrido por Israel en décadas. Fue un acto de guerra en toda regla que desencadenó la actual ofensiva israelí sobre Gaza. Sin embargo, para la izquierda internacional no existe tal guerra, ni tampoco la responsabilidad de Hamás, porque para ellos ni siquiera existe Hamás. Lo que Israel está llevando a cabo en Gaza no es una guerra, es un genocidio
Pero si vamos a dar pábulo a una palabra tan grande, conviene salir del terreno de la propaganda y entrar en el del derecho. El marco adecuado es el del Derecho Internacional Humanitario (DIH), que fija principios claros: distinción entre combatientes y civiles, y proporcionalidad en el uso de la fuerza. Es precisamente aquí donde se obvia un hecho esencial: que Hamás ha convertido esos mismos principios en el núcleo de su estrategia militar.
No se trata simplemente de «usar escudos humanos» —expresión que ya resulta demasiado eufemística—, sino de algo mucho más perverso: Hamás diseña deliberadamente sus operaciones para que la distinción entre civiles y combatientes sea imposible. Sus túneles, centros de mando y arsenales se esconden bajo hospitales, escuelas y bloques de viviendas. Sus pisos francos, muy numerosos, están diseminados por barrios populosos. Sus milicianos se camuflan entre la población, sin uniforme ni nada que los identifique. Y lo más perverso: la lógica de Hamás no es minimizar las bajas civiles, sino maximizarlas, porque cada imagen de destrucción se transforma en capital propagandístico contra Israel.
En estas condiciones, exigir a Israel que aplique el principio de proporcionalidad como si estuviera librando una guerra convencional, en campo abierto y contra un ejército regular, es sencillamente absurdo. Sería como obligarle a jugar una partida de ajedrez mientras el adversario puede arrojar el tablero por la ventana.
La pregunta clave, entonces, no es si hay daños colaterales — inevitables en una guerra urbana de estas características—, sino si Israel realiza esfuerzos extraordinarios para reducirlos, incluso a costa de arriesgar la vida de sus propios soldados. La evidencia sugiere que sí: avisos previos antes de los bombardeos, corredores humanitarios, mapas de evacuación… Ningún otro ejército moderno aplica mecanismos semejantes en condiciones de combate tan hostiles.
Dicho de otro modo, la carga de la prueba no debería dirigirse contra quien combate en condiciones creadas deliberadamente para hacer imposible la distinción, sino contra quien ha hecho de la población civil su principal arma de guerra
Abel Enrique Sinning Castañeda

