LAS CONTRADICCIONES ENTRE LA TEORÍA Y LA PRÁCTICA DEL PRESIDENTE

Karl Marx y Vladimir I. Lenin desarrollaron una teoría del Estado que consideraba el poder no como un espacio neutral y de consenso social, sino como una herramienta de dominación. Para Marx, el Estado era el aparato de la burguesía, creado para salvaguardar los intereses del capital y mantener la desigualdad. Lenin, con un enfoque más pragmático, argumentó que este mismo Estado debería ser tomado y transformado desde su interior por la clase trabajadora, no para preservarlo, sino para ejercerlo como un medio de transición hacia una nueva sociedad.

En ambos casos, el ideal se objetiva en la emancipación, pero la realidad a menudo revelaba una tensión persistente entre la retórica de la liberación y el control político real. Esta contradicción entre la teoría y la práctica es evidente en el ejercicio que lleva el gobierno de Colombia. Desde que asumió el cargo, el presidente ha buscado reescribir el contrato social con una narrativa profundamente ética y redentora, basándose en la historia de exclusión y desigualdad que ha moldeado a la nación.

Sin embargo, en lugar de fomentar el consenso, su proyecto político ha llevado a un estado constante de confrontación. En su afán de transformación, ha convertido la gestión pública en una cruzada moral, donde la disidencia se percibe como traición y la crítica como renuencia al cambio. El presidente encarna una combinación de sensibilidad social y misticismo político.

Sus discursos están repletos de metáforas y un profundo sentido de la historia. Se percibe como un reformador, un profeta impulsado más por la convicción que por el cálculo colectivo del estadista. Sin embargo, esta vocación simbólica, más propia de un rebelde que de un gobernante, le ha llevado a desvanecer los límites entre la inspiración y la gobernanza. La brecha entre sus palabras y sus acciones se ha convertido en un problema estructural, prometiendo revoluciones mientras ofrece sismos políticos.

La narrativa se nutre profundamente de la idea de resistencia. Se refiere al pueblo como una fuerza que debe mantenerse activa frente a un Estado que se percibe como envejecido y cómplice del estancamiento. No ve la estabilidad como un valor democrático, sino más bien como una forma de rendición. Su constante llamado a la movilización puede interpretarse como una forma de participación democrática, pero también se acerca a una modalidad de erosión de las instituciones.

El peligro de gobernar desde una perspectiva épica, es que esta puede acabar reemplazando la gestión efectiva. La “Paz Total” es quizás el ejemplo más claro de esta disonancia. En teoría, es un proyecto relevante, pero su viabilidad está en entredicho. Todos anhelan reconciliar un país fragmentado y poner fin a la violencia estructural. Sin embargo, en la práctica, la iniciativa se ha visto debilitada por la falta de una estrategia clara, la dispersión de actores armados, la existencia de acuerdos electorales debajo de la mesa y el debilitamiento de la autoridad estatal. Lo que debería haber sido el camino hacia la pacificación se ha transformado en acciones sospechosas, reflejo de la ambigüedad política y la descoordinación institucional.

Las contradicciones también se manifiestan en las políticas sociales. En el ámbito de la salud, el presidente prometió eliminar la intermediación y construir un sistema público universal, pero el proceso se ha estancado debido a los choques con el Congreso, las propuestas unanimistas y a una improvisación técnica que ha generado más dudas que avances. Hoy los colombianos enfrentan un aumento en gastos en medicamentos, lo que limita la capacidad de ahorro de los hogares.

En el ámbito fiscal, el discurso del presidente sobre la redistribución del ingreso, gestión de equidad y transparencia, se enfrenta a la dura realidad de una economía que depende del petróleo, un sistema tributario regresivo, una estructura estatal que no logra asegurar un gasto eficiente y escándalos de corrupción que lo comprometen de manera directa. Cada intento por aprobar el presupuesto, solo amplía la brecha entre el ideal de justicia y la realidad administrativa que requiere una regla fiscal que fue desechada para incrementar a voluntad el gasto del gobierno.

A nivel internacional, el presidente ha buscado hacer oír la voz de Colombia en el escenario global, defendiendo la soberanía y el liderazgo moral del Sur Global. Sin embargo, su enfoque diplomático parece más guiado por impulsos ideológicos que por una estrategia. Con Estados Unidos, mantiene una relación ambigua. Critica su política antidrogas, pero al mismo tiempo depende de su apoyo. En cuanto a Francia, los desacuerdos con Emmanuel Macron han puesto de manifiesto el precio de una retórica desmedida. Su discurso sobre la independencia termina por aislar al país en los momentos en que más necesita aliados.

La relación con Venezuela destaca como una de las mayores contradicciones. En nombre de la integración latinoamericana, el presidente ha legitimado, de manera tácita, a un régimen autoritario que va en contra de la libertad política que dice defender. Su silencio ante los abusos de Nicolás Maduro contrasta con su fervor moral en otros asuntos. La confrontación con María Corina Machado, quien fue galardonada con el Nobel de la Paz 2025, evidenció esta tensión. Mientras que en diversos sectores sociales se le reconoce como un símbolo de resistencia democrática, el presidente colombiano la descalifica, mostrando su preferencia por la lealtad ideológica sobre los principios liberales.

La propuesta del presidente de liderar un “ejército pacificador” en Gaza refleja esa mezcla de idealismo y desconexión práctica que ha caracterizado su mandato. Llama y alista al ejército para buscar la paz por fuera, pero no lo apoya hacia adentro. Aunque su intención es mostrar una política exterior humanista, el gesto se siente desproporcionado en un país que aún no ha logrado pacificar su propio territorio. Su deseo de convertirse en una voz moral a nivel global se ve empañado por la incapacidad de resolver los conflictos internos.

El presidente parece estar atrapado en una paradoja constante. Mientras aboga por la paz, alimenta el conflicto; mientras habla de inclusión, gobierna desde la confrontación. Su narrativa de emancipación se enfrenta a la lentitud del aparato estatal y a la necesidad de resultados tangibles. La brecha entre su teoría —que se basa en la transformación moral y social del país— y su práctica —marcada por la fragmentación, la improvisación, unanimismo y el voluntarismo presidencial— define su legado político.

Colombia, bajo su gobierno, está atravesando una transición compleja. La promesa de redención se enfrenta a la fatiga institucional; la pasión transformadora, al cansancio de la ciudadanía. El presidente ha reabierto debates profundos sobre desigualdad, justicia y soberanía, pero al mismo tiempo ha demostrado que el poder, incluso cuando surge de la palabra, termina exigiendo realismo, método y el uso adecuado del tiempo. En ese abismo entre el pensamiento y la acción, entre Marx y el Estado moderno, entre la utopía y la gestión, se dibuja el drama político de un presidente orgulloso de su nacionalidad italiana, que quiso transformar el país y terminó atrapado en sus propias contradicciones.

 

Cesar Arismendi Morales

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