Cambio y Paz son las dos palabras alrededor de las cuales giran no sólo los debates sino la realidad y la preocupación de los colombianos.
Se ha desfigurado esto convirtiéndolo en un tema de Uribe y Petro, o, a un nivel más abstracto, entre izquierdas y derechas.
Y claro qué hay una confrontación de ideologías, y claro que se concretan -o las concretan- alrededor de encarnarlas en personas.
Pero cada uno de esos conceptos -cambio y paz- genera actitudes diferentes según las condiciones de quien se refiere a ellas, o según cómo las afecta.
En principio el cambio inevitablemente tiende a profundizar diferencias entre aquellos que se benefician y quiénes se perjudican. Es decir, se crea una dinámica de confrontación que, aunque es inevitable, depende de la actitud, de la forma en que las partes lo asumen. Entre más poderosos son los que no se satisfacen con el cambio, más acuden a su poder para impedirlo. Es natural que esto suceda. No depende solo de la manera en que afecta a quienes participan o sufren ese proceso, sino aún más de la aceptación que tienen de la necesidad de adelantarlo.
La Paz por el contrario supondría ser un vehículo de coincidencia entre todos los miembros de cualquier comunidad.
Al respecto vivimos una situación que parece bastante causante del momento por el cual pasa Colombia.
De hecho, era sorprendente, más correctamente insólito, que en un referendo sobre un acuerdo de Paz ganaran quienes no estaban de acuerdo con ello. Y de hecho el haber encontrado como solución alternativa el desconocer ese resultado e inventar un trámite bastante irregular (por decir lo menos) no podía acercar a quienes se opusieron. Lo que debería haber sido un punto de convergencia se convirtió en uno de confrontación. El desarrollo, al ganar el poder quienes se opusieron no podía sino ahondar las distancias entre ambos sectores. La amenaza de ‘volver trizas’ ese acuerdo no se cumplió, pero ni las políticas ni las acciones se orientaron a implementarlo (aunque justo es reconocer que tomó prioridad el tema de la pandemia).
Pero el resultado de la interacción entre ambos temas fue la polarización extrema y la partición de nuestro país en dos propuestas aparentemente irreconciliables; cualquier estrategia se vuelve válida para obstaculizar el cambio y todo el poder del establecimiento está al servicio de defender el statu quo; y la obsesión de que la Paz debe ser ‘total’, entendiéndose por ello que no basta ni consiste en ‘el silencio de las armas’, impide que quien detenta la cabeza del gobierno no pueda ver sino como ‘enemigos a derrotar’ a quienes no comparten o no responden sino se oponen al mandato que del pueblo recibió.
La Paz que no se logra no es tanto la de una confrontación armada que ya no existe. Ni aquella sobre la cual se da un consenso que debe buscarse en los escenarios territoriales. La Paz para lograr la derrota de las bandas criminales, para acabar con la pobreza y sobre todo la inequidad que caracteriza las diferentes regiones del país; para erradicar la ‘corrupción’ (que en el fondo no solo nace del sistema vigente sino es parte orgánica de él); para salir del pantano de éstas características que hoy tiene nuestra nación, es indispensable encontrar una Paz que depende y solo se alcanza si se logra tener un propósito común; si entre las facciones que detentan las diferentes formas de poder se acepta la necesidad, la inevitabilidad, del cambio y de un cambio profundo, no de uno superficial. (No sirve «vino nuevo en odres viejos» como lo dice el artículo de Germán Umaña Mendoza en El Tiempo 14/10/25).
Juan Manuel López Caballero

