BENEDETTI ACORRALADO

Benedetti ya no habla como un político: grita como un hombre que sabe demasiado y a quien ya nadie protege.

Su furia no es valentía: es el reflejo de quien ve venir la justicia, tarde pero inevitable.

El primer síntoma del derrumbe es el tono.

Benedetti no escribe/habla como un político seguro de su inocencia, sino como un hombre cercado.

Usa expresiones de descontrol —“demente”, “monstruo”, “tortura”, “obsesión”— que sustituyen el argumento jurídico por la emoción del miedo.

En política, el grito siempre delata la derrota.

Quien tiene razón no insulta; prueba. Quien teme el allanamiento no denuncia, se defiende en silencio y con abogados.

Pero Benedetti opta por la estridencia, porque su verdadero público ya no es la justicia: es el presidente Petro y la opinión pública, de quienes busca protección simbólica.

Su queja técnica (“la Corte no puede investigarme porque ya no soy congresista”) es el núcleo de su angustia.

Durante más de dos décadas, Benedetti vivió bajo el paraguas de la Corte Suprema, que por tradición política en Colombia se ha mostrado cautelosa, lenta y jerárquica con los parlamentarios.

Pero ahora, sin fuero, cae en la órbita de la justicia ordinaria y, peor aún, de una magistrada que no le debe favores ni temores.

Por eso su reclamo no es jurídico, sino existencial:

“Ya no soy parte del sistema que me protegía.”

  1.   La jugada desesperada: internacionalizar el conflicto.

Al invocar la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Benedetti intenta transformar una investigación penal en un caso de “persecución política”.

Es un recurso clásico cuando el poder nacional ya no garantiza impunidad.

Sin embargo, su alegato no tiene base real: no hay privación de libertad, no hay violación flagrante de garantías judiciales, y su exposición mediática es resultado de su propia conducta pública.

La “internacionalización” de su causa es una maniobra de supervivencia retórica, no jurídica.

Benedetti convierte su historia personal en una novela paranoica de espías y venganzas, con el fin de diluir las responsabilidades concretas en un océano de sospechas.

Detrás de su diatriba hay algo más grande que su drama personal.

Benedetti fue intérprete privilegiado del poder, confidente del presidente, artífice de pactos y secretos.

Si él se quiebra —y todo indica que lo está haciendo—, el sistema entero pierde cohesión interna.

El allanamiento a su casa no es solo una acción judicial: es la señal de que la justicia huele sangre en la cercanía del Palacio de Nariño.

Y así, mientras las puertas de su casa se abren al eco de los allanamientos, Armando Benedetti descubre lo que todos los poderosos aprenden tarde: que la justicia puede dormirse, pero no olvida.

El hombre que alguna vez movió hilos desde la penumbra del poder ahora busca refugio en la luz de las cámaras, temiendo a la verdad que ayudó a ocultar.

La historia —implacable como siempre— le devuelve su propio guion: el de quienes creyeron dominar el sistema hasta que el sistema decidió purgarse de ellos.

Porque en el final de todo ciclo político, la justicia no llega a tiempo para salvar, sino para sentenciar.

Y cuando llega, lo hace con el ruido solemne de una puerta que se cierra… y de un país que, por fin, despierta.

Abel Enrique Sinning Castañeda

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