EL CASO GUERRERO

El nombramiento de Juliana Guerrero como figura visible del relevo generacional en el actual gobierno simboliza una de las contradicciones más profundas del proyecto político del presidente Petro. Se predica la transformación mientras se reproducen las viejas prácticas que impiden el cambio. En nombre de la juventud se quiso mostrar una nueva generación en el poder, pero lo que terminó revelándose fue la continuidad de una cultura política que premia la adhesión sobre la preparación y la lealtad sobre el mérito.

El caso Guerrero no es un hecho aislado sino un síntoma de cómo el discurso de la renovación puede convertirse en su propia negación. Una joven que no cumplió los requisitos exigidos por Mineducación para graduarse ni acreditó la experiencia necesaria, fue postulada a uno de los cargos más simbólicos del progresismo colombiano, la viceministra de Juventudes. En lugar de aprovechar una oportunidad para mostrar rigor en la escogencia, el gobierno envió un mensaje contrario. El cambio no se conquista con respeto, responsabilidad, disciplina, ética y estudiando sobre el objetivo, sino perteneciendo a circuitos de poder.

El presidente ha construido su narrativa sobre la idea de un país que abre paso a los jóvenes, que rompe los techos de cristal y que desafía el privilegio. Pero en la práctica este episodio exhibe cómo la juventud puede ser utilizada como herramienta retórica y no como sujeto transformador.

Paulo Freire advertía que cuando el poder educa para la obediencia y no para la conciencia, se pasa de la liberación a la domesticación. La historia de Juliana muestra cómo un proyecto que se presentaba emancipador terminó reforzando las lógicas de la burocracia y adscripción clientelista.

El discurso educativo del gobierno sostiene que la formación es la base del progreso, pero este nombramiento como en otros ministerios muestran que el mérito académico se ha vuelto accesorio. La educación deja de ser un camino de ascenso para convertirse en un requisito negociable, y el ejemplo que se transmite a los jóvenes es devastador. Los títulos pueden omitirse, los exámenes se esquivan y la ética puede esperar siempre que el relato político oficial lo justifique.

John Dewey veía la educación como práctica democrática, un proceso de aprendizaje a través de la experiencia y la responsabilidad pública. Sin embargo, en este caso la experiencia se suplanta por el vínculo político. El nombramiento de una joven sin título ni trayectoria sólida no democratiza la política, la banaliza. El espacio que debía formar líderes se convierte en una vitrina donde el poder se celebra a sí mismo sin rendir cuentas a la coherencia.

Detrás del gesto de incluir jóvenes en el gobierno aparece la sombra del clientelismo. Max Weber describió este fenómeno como una forma de dominación patrimonial, donde los cargos se distribuyen según la fidelidad personal y no la competencia técnica. Guerrero encarna esa tendencia, una joven recompensada no por lo que construyó, sino por lo que representa dentro de un relato político. La meritocracia se disuelve en el sentimentalismo ideológico.

El efecto social de esta práctica es corrosivo. Miles de jóvenes que estudian, trabajan y se endeudan para obtener un título observan cómo el sistema premia a quien no cumple las reglas. Lo que debía inspirar esperanza termina produciendo frustración. El ideal del relevo generacional se vacía de contenido cuando se convierte en un mecanismo de cooptación, no de participación.

El progresismo que se propuso romper con el clientelismo parece haber heredado su lógica más perversa, el premio a la lealtad. Francisco Leal y Eduardo Pizarro explicaron que el clientelismo en Colombia no solo es una forma de corrupción, sino una pedagogía del poder que enseña que el acceso a los beneficios depende del favor y no del esfuerzo. El nombramiento de Juliana Guerrero enseña exactamente eso, ahora bajo un discurso de justicia social.

Esta incoherencia afecta la legitimidad del proyecto político. Amartya Sen señala que la educación se centra en el enfoque de las capacidades, que ve la educación como un fin en sí mismo y un medio para expandir las libertades reales de las personas.

El gobierno que prometió dignificar la juventud termina usándola como ornamento de cambio e instrumento para la cohersión.  El mérito se relativiza, la ética se diluye y la formación pierde sentido frente al oportunismo. Así, la política educativa se contradice, predica emancipación, pero practica favoritismo.

Lo más grave es el mensaje simbólico que se instala en la conciencia colectiva. Si quien no culmina sus estudios puede ser elevada a símbolo nacional de juventud, qué valor conserva el esfuerzo de quienes sí cumplen con sus obligaciones. En lugar de inspirar, el gobierno desvirtúa la educación. En ese proceso convierte a una joven en víctima de su propio experimento discursivo, exaltada sin mérito, expuesta sin defensa y recordada no por su talento, sino porque muestra el rostro de quienes la promovieron.

Juliana Guerrero termina convertida en el espejo de un país que aplaude el relato, pero olvida la responsabilidad. Su ascenso no es una victoria personal, sino la evidencia de un sistema que confunde inclusión con indulgencia. El gobierno que quiso ser escuela de transformación ha terminado siendo una lección de incoherencia.

La verdadera juventud transformadora no necesita ser exhibida para existir, necesita un país que la respalde con educación, transparencia y respeto por el mérito, porque solo así la palabra cambio dejará de ser un eco vacío y podrá convertirse en una promesa cumplida.

 

Cesar Arismendi Morales

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