COMO SOBREVIVIR A UN INTERDICTO AL MANDO

Ahora bien, ¿para qué vamos a seguir dando espacio a sus actuaciones ridículas? No, señoras y señores. Lo mejor que podemos hacer es mirarlo desde lejos, como quien observa un experimento fallido en un laboratorio abandonado. Que siga haciendo discursos interminables ante un público de “primera línea” obligado a aplaudir. Que siga visitando obras que nunca comenzaron y anunciando programas que nadie entiende. Mientras tanto, nosotros —la gente común— seguimos sobreviviendo a pesar del gobierno, no gracias a él.

Lo triste no es que gobierne mal. Eso, hasta cierto punto, podría perdonarse. Lo triste es que gobierne con la misma ética de un vendedor ambulante que promete relojes suizos y entrega imitaciones chinas. Y encima, con la sonrisa de quien cree que nos está tomando el pelo a todos, y que somos tan ingenuos como para creerle una vez más. Así que aquí va mi consejo semanal de autoayuda política: ignoren al charlatán. No den clic, no comenten, no compartan. Dejen que sus palabras caigan en el vacío informativo. Si no tiene sustancia, ¿por qué darle protagonismo?

Mientras dure este periodo gubernamental —y sí, desgraciadamente aún queda camino por recorrer—, limitemos nuestra expectativa a una sola: que termine pronto y que no vuelva a repetirse. Porque si hay algo peor que un presidente incompetente, es uno que cree que puede gobernar solo con frases de redes sociales y apretones de manos falsos.

Si hay algo que nos ha enseñado la historia política reciente es que no siempre los gobiernos llegan por vocación, sino por accidente. Y cuando digo «accidente», no me refiero a un tropiezo menor o una caída elegante: hablo de una colisión frontal entre la ambición desmedida y la absoluta carencia de competencia para ejercer el poder. En este caso, estamos ante lo que podría calificarse como un interdicto en funciones ejecutivas, un ser humano legalmente electo, pero moral y funcionalmente inhabilitado para gobernar. Alguien que parece haber sido designado no por mérito, ni siquiera por suerte, sino por sorteo cósmico. Como si el destino hubiese decidido poner a prueba nuestra paciencia colectiva, nuestro nivel de tolerancia al absurdo y nuestra capacidad de resistencia ante la inercia funcional y gravitacional del Estado fallido.

No se trata de un hombre que gobierne mal. No. Se trata de alguien que no gobierna. Ni bien, ni regular, ni mal. Simplemente está ahí, como un mueble decorativo en medio de una crisis estructural. ¿Qué ha hecho en estos años? Bueno, eso mismo: estar. Asistir a actos protocolarios con esa mirada perdida de quien no entiende qué hace allí. Firmar decretos románticos. Nombrar ministros que nadie recuerda. Viajar al extranjero mientras el país se hunde en el olvido de sus prioridades. Pero hoy no vengo a indignarme. Hoy vengo a proponerles una solución sencilla, económica y profundamente revolucionaria: ignoremos al interdicto. Que hable solo, que se escuche solo, que se aplauda solo. Si no hay audiencia, ¿Qué queda del show?

Es inevitable preguntarse cómo alguien con menos visión estratégica que un pescado tropical terminó sentado en la silla más importante del país. La respuesta, tristemente, no es tan misteriosa. El populismo barato, las promesas vacías y ese peculiar arte de hablar mucho sin decir nada convierten a ciertos personajes en candidatos ideales para quienes buscan una ilusión antes que una solución. Y así, a pesar de sus cantinflescos discursos, logró convencer a muchos de que era diferente. De que iba a romper con todo. Pero lo único que rompió fue la posibilidad de tener un gobierno mínimamente eficaz.

 

Cómo ignorar al interdicto y por qué debería importarnos

Ignorarlo no es fácil. Está en todos lados, como esos anuncios publicitarios que insisten en aparecer, aunque ya compraste el producto. Pero debemos aprender a desactivar su presencia, a no darle espacio en nuestra atención. ¿Cómo? Cuando dé un discurso, apague el televisor. Cuando salga en portada, cambie de página. Cuando publique en redes, bloquee. Que sus palabras reboten contra el muro del silencio ciudadano. Si no le damos audiencia, pierde sentido su performance. Si no reaccionamos, se agota su combustible mediático. Y si no hay eco, se enmudecen sus bodegas y su voz se perderá en el vacío, donde debería estar desde el primer día.

Ignorar al interdicto no es rendirse. Es una forma de resistencia inteligente. Es entender que no todas las batallas merecen ser peleadas, y que algunas son simplemente imposibles de ganar mientras el sistema sigue atrapado en la telaraña de la ineficiencia y la corrupción blanda. No podemos cambiarlo. No ahora. Pero sí podemos dejar de alimentar su ego, su necesidad constante de protagonismo, su sed de titulares que nunca deberían existir. Hagamos del silencio un acto político. Del desinterés, una herramienta de protesta. De la indiferencia, una forma de justicia simbólica.

Amigos lectores, no les pido que acepten la situación con pasividad. Les pido que aprendan a mirar hacia otro lado. Que sigamos trabajando, estudiando, cuidándonos, ayudándonos. Que construyamos futuro mientras él construye excusas. Que sigamos siendo nación a pesar de su gobierno, y no gracias a él. Porque algún día esto terminará. Algún día vendrá otro, quizás mejor, quizás peor, pero al menos distinto. Entretanto, ignoremos al interdicto. Que se quede solo, rodeado de su retórica hueca y su legado invisible. Que suene la campana final de esta obra de teatro política. Y que sepamos, con orgullo, que fuimos nosotros mismos los que dejamos de aplaudir.

 

Arcesio Romero Pérez

Escritor afrocaribeño

Miembro de la organización de base NARP ASOMALAWI

DESCARGAR COLUMNA

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *