Tanto como el amor, la cocina es quizás la fuente más vigorosa de la nostalgia. Lo que comemos en la infancia nos familiariza con los sabores primarios de nuestro entorno. Ello les otorga sentido a nuestras predominancias gustativas pues son vinculaciones privilegiadas de alimentos y sabores que signan culturalmente una cocina. Otros productos nos llegan desde lugares lejanos y los apropiamos para el resto de nuestras vidas. No se requiere vivir en una gran metrópoli para disponer de esta sensibilidad gustativa. Quien vive en un pequeño puerto marítimo o quien reside en una remota frontera comprende sensorialmente lo que implica esta especie de cosmopolitismo culinario.
Nací en una ciudad antigua, pequeña pero rabiosamente urbana. Esta se había conectado durante siglos a través de viejos y fluidos circuitos con muchas islas del Caribe. Dichas islas, mantenían a su vez estrechos vínculos con metrópolis distantes como Londres o Ámsterdam. El Caribe era nuestro barrio. Las tiendas, aunque sencillas, disponían habitualmente de productos ultramarinos. No se pedía en dichos locales una porción de comunes alverjas sino una lata de “petite pois”. Los diversos tipos de quesos holandeses acompañados de galletas era lo que comúnmente se brindaba en los velorios. No podía faltar en los desayunos una exquisita mantequilla salada, cuyo envase azul y rojo traía el nombre Swift. Esta provenía de Australia o quizás de Nueva Zelanda. El sabor de esta mantequilla irrecuperable constituye una de mis más antiguas y perseverantes nostalgias
Esa añoranza me ha llevado a una revisión de los registros de las naves que llegaban a la rada de Riohacha en el siglo XVIII. En enero de 1773, la embarcación del judío David Morales, desembarcó: aceite, alcaparras, aceitunas, aguardiente de ginebra, vino moscatel, anisete, bizcochos, licores y harina de trigo. Ese mismo año, de diversas islas otras embarcaciones traían: chocolates, azúcar, arroz, gofios, bacalaos, cebollas, jamones, horchatas, cervezas, mantequilla, dulces, pimienta, quesos, miel, café y vajillas de loza. Todo ello venía dentro de barriles, barricas, barriletes, limetas, canastos, dichas, cajas, botellas, bocos, frasqueras, cestas, cajones, botijas y sacos.
Un plato del Caribe colombiano que recoge ingredientes traídos de lejanos imperios es el llamado “pastel de olla”. Este pastel ocupa la cima de un conjunto de masas aderezadas cuya complejidad en el sabor se va diferenciando gradualmente debido a la diversidad de sus ingredientes y a los complejos pasos que exige su preparación. Uno de esos componentes que congrega varios sabores vegetales es el encurtido ingles llamado Piccalilly cuyo origen se asocia con el subcontinente indio y por ello también fue conocido como encurtido indio o Indian Pickle. Este encurtido fue llevado desde Asia a Europa, de allí a las posesiones holandesas en el Caribe y desde esas islas a las costas guajiras.
Ello es una prueba de cómo la cocina pone de manifiesto, con una poderosa carga sensorial, los intercambios insospechados entre grupos humanos distantes y heterogéneos. A su vez, esos circuitos transimperiales amplían la esfera de las técnicas, artefactos, sabores y marcadores de las cocinas locales. Como resultado se expande el horizonte de la sensibilidad gustativa de una sociedad.
Weildler Guerra Curvelo