Estas últimas semanas han sido de las más dolorosas que ha vivido el país en los últimos años. Muchos sentimos que estamos retrocediendo décadas, en un ambiente en el que reina la desesperanza y el miedo. El atentado contra el senador y precandidato Miguel Uribe, sumado a los ataques coordinados en distintas zonas del país —incluida La Guajira—, son el síntoma más visible de la degradación del debate democrático.
Lo más preocupante no es solo la intolerancia de quienes creen que el adversario político no tiene derecho a hablar o que su opinión es inválida. También lo es el ecosistema que alimenta y amplifica esa actitud: bodegas digitales, campañas de odio, linchamientos virtuales y algoritmos que premian la indignación y el insulto por encima del argumento. La confrontación política ya no ocurre en la plaza pública: estalla y se multiplica en redes diseñadas para incitar emociones, no para fomentar pensamiento crítico.
La tecno-socióloga Zeynep Tufekci lo explicó con claridad: las redes sociales otorgan a activistas y organizaciones extremas una capacidad inédita para movilizarse con rapidez, pero esa misma velocidad las vuelve frágiles, sin estructura ni encuadramientos sólidos. En contextos de polarización como el colombiano, esa fragilidad se transforma en radicalización. Los algoritmos no son espejos que reflejan lo que somos, sino prismas que distorsionan: viralizan el extremo, no el contenido. No es el argumento el que circula, sino la indignación visceral y el amarillismo.
A esto se suma la presencia de bodegas financiadas que siembran odio, distorsionan la conversación pública y hostigan a quienes defienden posturas distintas. No solo manipulan los debates; también infunden miedo para silenciar a ciudadanos moderados, académicos, periodistas o líderes sociales que no encajan en los extremos.
Así se alimenta un círculo vicioso en el que la política gira en torno a transacciones. Como advierte la periodista Juanita León, mucha de la gobernabilidad del país está basada en la corrupción: el Estado se encuentra parcelado por acuerdos entre élites, donde el poder se negocia para reelegirse o financiar lujos, no para resolver los problemas reales de la ciudadanía.
A pesar de todo, no todo está perdido. Las marchas del silencio, hace unas semanas, mostraron que la sociedad no se ha resignado. Una encuesta de Invamer revela que el 89% de los colombianos percibe un aumento de la inseguridad y el 59% desconfía de las garantías para la oposición. Aun así, la mayoría sigue apostando por una salida democrática. Esa preocupación compartida es la semilla de una conversación que puede ser más poderosa que cualquier campaña de odio.
Recuperar la política como herramienta legítima para tramitar nuestras diferencias exige que deje de ser vista como espectáculo o como botín. El profesor Henry Murrain, de la Universidad de los Andes, ha insistido en que los políticos tienen una responsabilidad pedagógica: no se trata solo de recolectar votos, sino de formar ciudadanía. No puede ser que los dirigentes solo piensen en las elecciones y no en el país que estamos dejando. Necesitamos reconstruir la confianza en la conversación pública, y eso solo se logra cuando el liderazgo se acerca al ciudadano, cara a cara, y transforma la discrepancia en argumento, no en estigma.
Es urgente que los medios de comunicación asuman con responsabilidad su papel como plataformas para el diálogo democrático. En medio de la polarización y la manipulación digital, el periodismo riguroso sigue siendo una de las pocas herramientas capaces de difundir argumentos con evidencia, contrastar versiones y abrir espacios de concertación. No basta con informar: se trata de construir conversaciones que vayan más allá del escándalo del día.
Si aspiramos a un debate público menos frágil, debemos premiar la profundidad antes que la furia, apoyar el periodismo riguroso y abrir espacio a las voces jóvenes que aún creen en el matiz.
Colombia es más grande que su violencia y lo ha demostrado varias veces. Reconozco la importancia y el valor del institucionalismo, y del principio de pesos y contrapesos que, aun en medio de la incertidumbre, han permitido que sigamos siendo un país con una historia que contar. Independientemente de si se es de izquierda, centro o derecha, las instituciones deben prevalecer, y las plataformas digitales deben ser amplificadores de argumentos sólidos que construyan país y sociedad, y no dejar que un algoritmo nos sumerja para ser replicadores de intolerancia.
Luis Guillermo Baquero