DE EXCULPACIONES Y PRÍNCIPES

Causa profunda repugnancia la forma en que algunos medios españoles han comunicado las circunstancias de la muerte y descuartizamiento del cirujano plástico colombiano Edwin Arrieta. Quien ha confesado su responsabilidad en la horrorosa forma de su muerte es el joven Daniel Sancho, hijo de padre famoso, blanco, “civilizado y hermoso”. Este es mostrado por la prensa como un ser desdichado cuya detención por parte de la policía tailandesa es el resultado de los azarosos giros del infortunio y no del crimen que cometió y confesó.

La estrategia mediática pretende suscitar la compasión, pero esta no se dirige hacia el único ser humano que ha perdido la vida en este suceso ni hacia su familia, sino hacia quien se la ha quitado con premeditación y ha destazado su cuerpo con frialdad. Otro artilugio ha sido el de revictimizar al médico Edwin Arrieta. Con provocador descaro se busca construir una historia en la que un hombre mayor, mestizo y sudamericano, hace de un efebo su víctima, le encierra en una jaula de cristal y le desvía del recto camino de la heterosexualidad.

El enfoque dado a esta noticia muestra con cuanto vigor sobreviven los prejuicios y los rescoldos coloniales acerca de quiénes son considerados “los otros”. También condensa nociones acerca de la idea de civilización y   las limitaciones que debe tener la justicia de los países cuando se trata de juzgar la conducta de los famosos y los poderosos. La primera en ser descalificada por los civilizados comunicadores españoles es la policía de Tailandia. Se cuestiona su celeridad en la obtención de las pruebas de ADN y en el esclarecimiento de los hechos. ¿Cómo es esto posible si las modernísimas policías europeas demoran meses en dar este tipo de resultados?  Se cuestionó el que los investigadores no encontraron a un segundo participante del homicidio del que no hay evidencias ni en las cámaras ni en las declaraciones de los testigos. El caso revive la consabida oposición entre civilización y barbarie.

El juicio que sigue marcará esa línea de defensa que ya ha dejado entrever la estrategia comunicativa: tender un manto de opacidad sobre los hechos, culpar a la víctima y buscar a un segundo autor imaginario.

Todo esto se parece a la trama del documental El príncipe que nunca reinó. Este narra la muerte de un joven alemán a manos de Víctor Manuel de Saboya, heredero de la corona italiana. Dicho aristócrata fue exculpado por la justicia francesa a pesar de la existencia de numerosos testigos en su contra. Mientras tanto, el vasto auditorio de la prensa del corazón lamenta que el desdichado Daniel Sancho deba soportar las condiciones inhumanas de una primitiva cárcel tailandesa. Bien pudo haber evitado esas duras condiciones no cometiendo el homicidio. Un ser humano no es civilizado porque su país natal tenga mejores establecimientos carcelarios que otro Estado. Se es civilizado, según afirma Tzvetan Todorov, cuando se reconoce la humanidad del otro.  

Weildler Guerra Curvelo

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