EL AMOR, UNA LEY SALVAJE

El mundo ha visto recorrer los pasos del amor, antes que los de cualquier otra razón para sobrevivir.

Desde jóvenes, hemos sentido ese impulso existencial que enciende lo que algunos llaman alma y otros, pasión. Nadie puede llegar a determinar con certeza y exactitud lo que ello significa. Que si el ardor sale del corazón, que si de las entrañas o del cerebro. No hay racionalidad que valga frente a una atracción que termina en una relación.

Inconmensurables ríos de tinta han sido derramados por poetas y literatos, inspirados en sus propios sentimientos, en las estrellas o en los de aquellos a quienes han observado de cerca, para mostrar con delicadeza la fuente de la vinculación que se establece entre un hombre y una mujer con ánimo de formar pareja, así sea por un rato. También existen las narraciones que ilustran sobre la forma violenta con la cual se quiere que el amor se imponga, por encima del querer de uno de los involucrados, normalmente una mujer. Del amor por el mismo sexo nos cuentan algunos novelistas pesados episodios. Tórridos romances, angustiantes enlaces, fatídicos apasionamientos, felices e idealizadas ensoñaciones. Lolita, la de la pervertida novela, tiene apenas doce años cuando se ve sometida al despertar de una pasión absurda por su mentor.

Algo ha ido de la influencia de los dioses en la escogencia que Helena hizo de Paris y otro tanto se ha repetido por suicidios llenos de amor como los famosos Julieta y Romeo – las damas primero, siempre -.  Sí, el amor hace suicidar a la gente. Dicen que también las hace felices. Las trastorna, las cambia. Otros dicen que produce unas fiebres agotadoras y casi fatales que Inés y Daniel tuvieron en “El Álferez Real”. Las letras y el romanticismo son siamesas. La crudeza de la vida brinda sus desesperanzas, y la falta de sintonía entre las personas lleva a situaciones no siempre llenas de flores y suspiros, aun cuando he conocido parejas cuya fuerza vital ha dependido de lo que pudiera catalogarse como “amor”.

El mundo se polariza entre quienes creen en el amor y quienes no. Los años van dejando clara u oscura esa percepción. La oportunidad de disfrutar largos, breves o episódicos momentos con maravillosas compañías, con quienes se ríe, se baila, se conversa, se sueña y se despierta en medio de unos fabulosos idilios hace que las discusiones sobre su existencia dejen resentidos y fanáticos por todos lados. La línea que diferencia el amor de la necesidad de alguien, la fragilidad de la dependencia y la condición humana que debilita la libre decisión y escogencia es bastante diluida.

La última moda es que la tinta sirva para constreñir la edad del amor. Se tramita una ley que prohíbe matrimonios y uniones de parejas menores de edad, o al menos cuando uno de ellos lo sea. Se quiere dar orden legal al sentimiento. Imponer reglas al corazón por voluntad de unos legisladores que no se sabe con qué facultades divinas impulsan la talanquera emocional que nadie controla, puesto que del amor y el desamor no se ha dicho ni se dirá la última palabra.

¿Hubiera podido Madame Bovary evitar su matrimonio si una ley como la que se tramita en Colombia hubiese sido expedida en su Francia natal? ¿Era ese matrimonio lo que la ató a su destino?

¿Sabremos cuándo le llega la hora al corazón?

¿Podremos conocer, por disposición de la ley, el tránsito de una mirada hacia una unión carnal entre dos seres? ¿Hacia un vínculo permanente o al menos duradero?

La ley del amor es salvaje, auténtica, inclemente, descontrolada y muy real. Pero una ley sobre el amor es solo salvaje. Devuelve la vida colombiana a un atavismo propio del afán de figuración de unos parlamentarios que quieren capturar ingenuos y pobres de espíritu, transformados en seudo batalladores por la libertad de escogencia de pareja.

Hay maneras de evitar que se imponga una vinculación por parte de unos padres que quieren entregar a sus hijas e hijos a cambio de prebendas. Escabrosas realidades que no se pueden negar. Estas situaciones se presentan en muchos lugares del país. Pero hay otras formas de verificar el consentimiento al momento de vincularse con otra persona.

Capítulo aparte merecen las costumbres y normas dentro de grupos indígenas que hacen uniones entre sus miembros en edad temprana, siempre apta para concebir. Los Koguis, los wayúu y otras etnias. ¿Deberían esperar a que la registraduría les expida la cédula para permitir esas uniones?

Cuando se estableció que 18 años era la mayoría de edad política, no se pensó que llegaran a vincularla con la mayoría de edad sentimental. Esas son las decisiones que pierden a la política nacional entre los vericuetos de dictar comportamientos desde un salón, mientras el país sigue, en gran parte por su culpa, incendiado.

Nelson Rodolfo Amaya

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