EL BUEN VIVIR ENTRE LA POLÍTICA, LA BIOLOGÍA Y LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA

¿Qué significa realmente vivir bien? ¿Acumular bienes y estabilidad económica, o disfrutar de lo esencial: la familia, la naturaleza, el tiempo compartido? La pregunta parece simple, pero atraviesa nuestra historia, nuestra biología y hasta nuestra vida cotidiana.

Más allá de la abundancia y la carencia

En los extremos sociales podemos reconocer algo común. Quienes tienen lo suficiente cuentan con un espacio para pensar, reflexionar y disfrutar de la naturaleza, aunque incluso para ello se requiere una base económica. En cambio, quienes carecen de lo necesario se ven reducidos a sobrevivir, sin la posibilidad de un disfrute pleno.

Sin embargo, tanto en la carencia como en la relativa abundancia, las personas se aferran al disfrute y a las interacciones sociales. La familia, los hermanos, los hijos o los sobrinos se convierten en el centro de ese sentido vital. En algunos casos el vínculo se vive con más respeto, admiración o cariño, pero en esencia se trata de lo mismo: la búsqueda de pasar tiempo en familia, de compartir.

La biología del buen vivir

¿Es esta esencia del vivir el aferrarse a lo familiar y a lo social parte de nuestra naturaleza humana? La biología sugiere que sí.

El cerebro humano está diseñado para generar vínculos. Las llamadas neuronas espejo, descubiertas en los años 90, se activan tanto cuando realizamos una acción como cuando observamos a otro hacerla. Gracias a ellas podemos empatizar y comprender al otro.

El hipocampo, por su parte, vincula la memoria a experiencias emocionales, consolidando aprendizajes ligados al bienestar. Y la oxitocina, conocida como “la hormona del apego”, fortalece los vínculos sociales, fomenta la confianza y la cooperación. En otras palabras: estamos hechos para vivir acompañados, para sentirnos queridos, para sostener redes afectivas que nos den sentido.

El sentido de la vida en la historia

El significado del buen vivir no ha sido siempre el mismo. En sociedades tradicionales, lo fundamental era la familia, la tierra y la transmisión de valores comunitarios. Durante los procesos revolucionarios, la lucha colectiva ocupó el centro del sentido vital. En la modernidad industrial y capitalista, la producción y el trabajo comenzaron a definir la existencia.

En América Latina, el concepto de buen vivir o Sumak Kawsay, de raíz andina, ha puesto sobre la mesa la necesidad de un paradigma alternativo al desarrollo, centrado en la armonía entre el ser humano, la comunidad y la naturaleza. Pero este horizonte enfrenta hoy serios desafíos.

Cuando se rompen las redes comunitarias, se debilita la transmisión de valores y conocimientos que sostienen la vida colectiva. Los megaproyectos extractivos, los tratados de libre comercio y la imposición de modelos de consumo globalizados erosionan las bases de pertenencia. La explotación de recursos naturales socava la economía local y destruye la naturaleza, que en muchas cosmovisiones indigenas – Wayuu no es un recurso, sino un ser vivo con el cual se establece reciprocidad. Cuando esta relación se quiebra, no solo se afecta el medio ambiente, sino también el sentido mismo de la existencia.

En este contexto, el buen vivir se convierte en una forma de resistencia: reconstruir vínculos comunitarios, defender territorios y recuperar el equilibrio entre naturaleza, cultura y economía.

Una sociedad sobreestimulada y vacía

Hoy vivimos en una sociedad sobreestimulada, donde el consumo y la producción se presentan como el núcleo del bienestar. Pero la paradoja es evidente: se consume de manera tan superficial que no solo los objetos pierden valor, sino también las relaciones humanas.

La inmediatez, la aceleración y el exceso de estímulos nos sumergen en una modernidad líquida, en la que todo parece frágil, transitorio y desechable. Una vida llena de información y experiencias instantáneas, pero vacía de verdadera esencia.

Retorno a lo fundamental

Frente a este panorama, el buen vivir aparece como una invitación a regresar a lo esencial: generar vínculos auténticos, habitar la experiencia del otro, sentir cómo nuestras neuronas “bailan” al mismo ritmo. No se trata de negar las luchas políticas ni económicas, sino de reconocer que, en el fondo, lo que da sentido al ser humano sigue siendo lo mismo desde hace siglos: acompañarse, compartir, construir comunidad.

El buen vivir no es un lujo ni un privilegio. Es una condición humana. Estamos biológicamente diseñados para la empatía, históricamente acostumbrados a la vida en común y culturalmente necesitados de vínculos. Quizá el verdadero vivir consista en reconciliar lo político y lo íntimo, lo económico y lo afectivo, la conciencia social y la profundidad de las conexiones humanas.

Luisa Deluquez

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