EL DRAMA HUMANITARIO DE LAS MUJERES EN AFGANISTÁN: UNA CRISIS JUSTIFICADA EN NOMBRE DE LA RELIGIÓN

La situación de las mujeres en Afganistán bajo el régimen talibán se presenta como una de las crisis más devastadoras en términos de derechos humanos en la actualidad, reflejando cómo la interpretación y malversación extrema de la religión puede utilizarse como una herramienta de opresión. Desde que los talibanes retomaron el poder en agosto de 2021, los avances logrados en décadas han sido brutalmente revertidos, comprometiendo el futuro de una generación entera. Mujeres y niñas han sido despojadas de sus derechos a la educación, el trabajo y la participación social, todo ello bajo el pretexto de normas religiosas y culturales extremistas que distorsionan los principios de la fe. Las restricciones severas impuestas han limitado su acceso a recursos fundamentales, profundizando aún más la crisis humanitaria que enfrentan.

Uno de los primeros pasos del régimen fue prohibir a las niñas el acceso a la educación secundaria y universitaria. Esta decisión generó una condena masiva por parte de la comunidad internacional, incluyendo organizaciones como la ONU y Human Rights Watch. Sin embargo, la situación sigue empeorando. Las restricciones no solo las privan a este derecho, sino que perpetúan una discriminación estructural que contribuye a la crisis económica del país. Según un informe de Human Rights Watch, la mayoría de las mujeres han sido excluidas del empleo formal, lo que las empuja a la pobreza y agrava la inseguridad alimentaria que afecta al 90% de la población.

Opresión total: la vida bajo el régimen talibán

La UNESCO ha revelado datos alarmantes sobre la crisis educativa, tres años después de la caída de Kabul, al menos 1,4 millones de niñas han sido excluidas de la educación secundaria, un aumento de 300,000 desde abril de 2023. En total, 2,5 millones de niñas afganas están actualmente privadas de educación, lo que representa el 80% de las mujeres en edad escolar en el país.

Además de la prohibición educativa y laboral, las mujeres enfrentan un control asfixiante sobre todos los aspectos de sus vidas personales y sociales. Los talibanes han instaurado un sistema de vigilancia y castigo que limita drásticamente su libertad. La obligatoriedad del uso del velo integral (burka), que cubre completamente el cuerpo y rostro, es solo una de las imposiciones más visibles, pero va acompañada de restricciones mucho más severas.

Así mismo se les prohíbe salir de casa sin la compañía de un mahram, un tutor masculino, ya sea un familiar cercano o el esposo. Las que infringen esta norma son castigadas con palizas públicas, arrestos arbitrarios o desapariciones forzadas. Tampoco tienen derecho a viajar largas distancias sin ese acompañante, lo que las confina a su entorno inmediato, bloqueando su acceso a servicios básicos como atención médica, educación y empleo.

El acceso a la salud también está severamente restringido. Los hospitales han segregado a las pacientes, limitando la atención médica a mujeres en instalaciones con escasos recursos. En muchos casos, se les niega la atención si no van acompañadas por un hombre. Además, muchas doctoras y enfermeras han sido despedidas, lo que agrava aún más la crisis sanitaria.

Las normas impuestas también afectan la apariencia personal y el comportamiento de las mujeres. Las tiendas que vendían ropa femenina o cosméticos han sido cerradas, y las peluquerías donde las mujeres podían cortarse el cabello y maquillarse fueron prohibidas. Cualquier intento de expresión personal fuera de las normas estrictas del régimen es castigado con violencia.

Además de estas restricciones, han prohibido que las mujeres practiquen deportes o participen en cualquier actividad recreativa fuera de sus hogares. Incluso los parques públicos, que anteriormente permitían visitas separadas por género, ahora están completamente vedados para las mujeres. La exclusión de espacios públicos va de la mano con la prohibición de aparecer en medios de comunicación: las mujeres periodistas han sido censuradas, despedidas y, en muchos casos, forzadas a esconderse o huir del país.

El matrimonio infantil y forzado, que ya era un problema en Afganistán, ha aumentado bajo el régimen talibán. Las niñas, muchas veces menores de 15 años, son forzadas a

casarse para «proteger» su honor, lo que las condena a una vida de abuso y subordinación, en este mismo sentido no tienen el derecho de divorciarse, y aquellas que intentan escapar de matrimonios abusivos son castigadas con severidad.

Aquellas que se atreven a protestar o expresar cualquier forma de disidencia, incluso en privado, enfrentan consecuencias devastadoras. Mujeres activistas, defensoras de derechos humanos y manifestantes han sido arrestadas, golpeadas brutalmente y, en algunos casos, desaparecidas sin dejar rastro. El temor a represalias es tan grande que muchas han optado por huir del país, aunque las fronteras están cada vez más cerradas para ellas.

La persecución de género: un crimen de lesa humanidad

El fundamentalismo religioso y la misoginia exacerbada que imperan en Afganistán representan una amenaza no solo para las mujeres, sino para toda la sociedad. Las restricciones impuestas buscan erradicar su participación en la vida pública. Sin embargo, a pesar de los riesgos, algunas mujeres valientes alzan su voz, mientras que organizaciones internacionales luchan incansablemente por justicia, pero el camino hacia la igualdad sigue lleno de obstáculos. Ante la gravedad de la situación, se ha pedido que se considere la persecución de género como un crimen de lesa humanidad.

Amnistía Internacional y la Comisión Internacional de Juristas han señalado que el aumento de la violencia y la profundización de la crisis humanitaria han intensificado las severas restricciones impuestas a los derechos de mujeres y niñas, combinadas con arrestos arbitrarios y torturas, que constituyen crímenes de lesa humanidad. Además, como se mencionó anteriormente, el aumento de matrimonios forzados y violencia de género, junto con la falta de justicia para los feminicidios, agravan el sufrimiento de las mujeres.

En este contexto, la salud mental de las mujeres ha sido devastada por las brutales restricciones impuestas. El trauma colectivo generado por la pérdida de derechos fundamentales, sumado a la constante amenaza de violencia de género y la falta de libertad personal, ha creado una crisis psicológica profunda. La ansiedad, el estrés postraumático y la depresión se han disparado entre mujeres y niñas, quienes viven en un entorno de represión constante, sin vías de escape ni apoyo emocional. Con la desarticulación de redes de apoyo y servicios sociales, las mujeres que sufren abusos o violencia doméstica no tienen recursos para buscar ayuda, quedando expuestas a la sharia y a nuevos abusos, que las marginan y alienan. Además, el aumento de los matrimonios forzados y la violencia de género, junto con la impunidad de los feminicidios, contribuyen a un estado generalizado de miedo y depresión. La falta de acceso a servicios de salud mental ha agudizado la situación, llevando a un incremento preocupante de suicidios, especialmente entre las más jóvenes, quienes ven su futuro sin esperanza ni oportunidades.

Reacciones internacionales y esfuerzos fallidos

La comunidad internacional ha reaccionado con indignación ante la brutal represión de los derechos de las mujeres en Afganistán bajo el régimen talibán. La ONU ha instado repetidamente a los talibanes a respetar sus compromisos internacionales en materia de derechos humanos, recordándoles las convenciones que Afganistán había firmado previamente, como la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW). A pesar de estos llamados, los talibanes han hecho caso omiso, argumentando que su interpretación de la ley islámica es prioritaria sobre los compromisos internacionales.

En 2022, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó una resolución que exigía la reapertura inmediata de las escuelas para niñas y la restauración de los derechos fundamentales de las mujeres, incluida su participación en la vida política, económica y social del país. Además, diversos países y organizaciones internacionales, como la Unión Europea, Amnistía Internacional y Human Rights Watch, han emitido declaraciones de condena y han presionado por sanciones económicas y políticas para forzar cambios en el régimen talibán.

Sin embargo, estos esfuerzos han sido en gran medida infructuosos. La falta de una estrategia coordinada y efectiva por parte de la comunidad internacional ha permitido que los talibanes continúen con su agenda opresiva sin consecuencias significativas. Algunos países han adoptado sanciones económicas, pero estas medidas han afectado principalmente a la población civil, agravando la crisis humanitaria sin producir cambios sustanciales en las políticas del régimen. Los talibanes, por su parte, han utilizado la narrativa de las sanciones internacionales para justificar aún más su aislamiento y endurecer las restricciones sobre la población.

Las misiones diplomáticas han intentado mediar, pero los avances han sido escasos. En varias ocasiones, los talibanes han prometido reconsiderar algunas de sus decisiones, como la prohibición de la educación femenina, solo para retractarse poco después. Por ejemplo, en marzo de 2022, se anunció la reapertura de las escuelas secundarias para niñas, pero a última hora, revirtieron la decisión, citando que no estaban listas para cumplir con «criterios islámicos» específicos.

Los esfuerzos humanitarios también se han visto obstaculizados. Varias organizaciones internacionales, incluyendo ONG que trabajan en el ámbito de los derechos de las mujeres, han sido expulsadas o limitadas en su capacidad de operar dentro del país. Incluso la ayuda humanitaria ha sido condicionada a las estrictas reglas de segregación de género impuestas por el régimen. El propio Programa Mundial de Alimentos (PMA) ha enfrentado enormes dificultades para entregar asistencia a las familias lideradas por mujeres, ya que las restricciones de movimiento y la falta de empleo han sumido a muchas en la pobreza extrema.

A nivel regional, Naciones como Pakistán, Irán y Qatar han intentado de involucrarse y servir como mediadores, pero con resultados limitados, debido a la falta de voluntad de los talibanes para comprometerse en temas de derechos humanos, que ha sido un obstáculo constante. Incluso con el respaldo de estas naciones, los talibanes se mantienen intransigente, alegando que su gobierno es un «asunto interno» y que no tolerará interferencias extranjeras en su aplicación de la ley islámica.

La frustración internacional también se refleja en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, donde los intentos de crear una misión de investigación especial para Afganistán han sido bloqueados por la falta de consenso entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Mientras tanto, las voces de las mujeres afganas continúan silenciadas en las mesas de negociación internacional, donde a menudo no se les concede un asiento ni se les da la oportunidad de representar sus intereses.

A pesar de estos desafíos, ha surgido un valiente movimiento de resistencia, encabezado por mujeres y niñas que luchan por sus derechos básicos, incluyendo la libertad de expresión y de reunión. Sin embargo, las protestas pacíficas se han vuelto extremadamente peligrosas, con participantes enfrentando violencia y represión brutal. A pesar de estos riesgos, estas mujeres continúan desafiando al régimen, firmes en su defensa de los derechos humanos. La falta de un enfoque cohesivo por parte de los organismos internacionales, combinada con la intransigencia de los talibanes y las complejas dinámicas geopolíticas, ha dejado a las mujeres en Afganistán desprotegidas y sin acceso a sus derechos más básicos.  Las cicatrices psicológicas de esta opresión misógina, justificada mediante una interpretación distorsionada de la sharía y una malversación de los principios del Islam, perdurarán por generaciones. Este abuso, que manipula la religión para perpetuar la subordinación y violación de los derechos humanos de las mujeres, refleja no solo el dolor actual, sino también el profundo impacto de vivir bajo un sistema que deshumaniza y silencia a las mujeres en todos los aspectos de su vida.

«Nacer mujer en Afganistán, o en cualquier lugar donde la religión es distorsionada y controlada por el fanatismo y la misoginia, es una condena desde el primer aliento. Sus derechos fundamentales como ser humano son violados y su liberta es arrebatada, encerrando su destino en un matrimonio precoz y la maternidad, donde son relegadas, silenciadas y forzadas a vivir como sombras detrás de los hombres, sobreviviendo bajo el peso de la Burka en una vida que jamás será suya, y muriendo prisioneras de una tierra que no reconoce sus pasos, invisibles ante un mundo que ha dejado de escucharlas. Incluso el Dios al que imploran parece no responder a sus súplicas, convirtiéndose en un testigo mudo de su sufrimiento”.

Robin Buelvas Hernández

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