Todos los colombianos de bien nos sentimos apesadumbrados y alarmados por los últimos acontecimientos de nuestro país.
El joven y prometedor senador Miguel Uribe Turbay, aspirante a la presidencia, tiene su vida en riesgo enorme por las balas y las palabras. Cuando en el lenguaje presidencial se registra la palabra MUERTE, agitando una bandera y con un énfasis perverso, no estamos frente a un juego semántico. Tampoco es una metáfora para impulsar un contenido ideológico. “El mal uso del lenguaje induce el mal en el alma”, dijo Sócrates. Escuchamos un insulto permanente, una cadena desgraciada de improperios, una colección de agresiones, que provienen de la cabeza de un gobierno fallido por su propia inutilidad de lograr resultados que beneficien a la sociedad colombiana.
Por otro lado, y en una secuencia programada, el gobierno de Gustavo Petro desconoce las decisiones del Congreso y abusa de las normas, con unas interpretaciones de quinta categoría que buscan convertir la supremacía constitucional en un abuso dictatorial. “Allí donde el gobernante respeta la ley, no hay lugar para hacer valer sus preferencias personales”, dijo Aristóteles. Tristemente, no contamos con un mandatario que siga estas líneas de la sana democracia.
La supremacía de la ley protege al ciudadano de un tirano. Su preponderancia busca garantizar la igualdad y la libertad, como las mayores responsabilidades que tiene el estado para darle al ciudadano una convivencia pacífica. Cuando se habla de igualdad, nos referimos al hecho de tener los mismos derechos que todos los habitantes de una nación. Cuando nos referimos a la libertad hablamos del más sublime bien del individuo, ese que lo avienta al mundo con la energía que es capaz de desplegar. “Debemos ser siervos de la ley para ser libres”, sostenía Cicerón. Con episodios contrarios breves, así hemos vivido en Colombia. Hasta ahora.
Con esta manera de contravenir las normas que lo meten en cintura se hace evidente que existe un desespero en el gobierno. El barco del petrismo hace agua. Le llega hasta los imbornales. Se hunde. Lo malo es que quiere llevarnos con él al fondo del mar. Y no lo vamos a permitir. Las viejas teorías de gobierno que impulsa son un lastre para cualquier estado. Nos plantea dilemas arcaicos, en una carrera por confundir con un rosario de mentiras y bajezas repletas de indignidad.
Frente a estas calamidades, nos preguntamos: ¿Qué nos corresponde hacer como ciudadanos? ¿Cuál debe ser la actitud que nos caracterice? ¿A partir de cuándo la tolerancia se vuelve complicidad?
Nos sentimos débiles frente a los pretendidos antidemocráticos del gobierno, pues nuestro régimen otorga un descomunal poder al ejecutivo. Algunos buscan consuelo en otras instituciones, pues ya la presidencia no garantiza el bienestar ciudadano. Estamos esperanzados en que la justicia opere con criterio y oportunidad, como ha venido actuando el Senado. Mientras tanto, los actos de violencia que perpetran bandas organizadas en muchas regiones del país aumentan el temor de sus habitantes. Los protagonizan aquellos que negocian una paz total, que solo existe en la mente ambigua del presidente. Ya ni su comisionado de paz aparece.
Aún a pesar de las amenazas con las que nos quiere intimidar, de la impotencia que sentimos, nos corresponde dar la batalla democrática por enterrar sus insanidades. Hay que pararlo en seco. Firmes. Indeclinables. Y que se aparten del camino también aquellos que atizaron sus antorchas populistas y ahora no encuentran forma de apagar el fuego. Los conocemos y quieren camuflarse en la contienda electoral.
Los desvaríos del presidente nos desafían. No se puede contemporizar. No hay lugar sino para salir a la calle a dejar claro que necesitamos fuera a ese señor del gobierno y del poder en Colombia.
Nelson Rodolfo Amaya