La corrupción, un término que lamentablemente ha arraigado profundamente en nuestras sociedades, no es un fenómeno nuevo. Sin embargo, su presencia constante y su capacidad para infiltrarse en todas las esferas de la vida pública y privada, robando sueños, ilusiones y esperanza, demandan una reflexión profunda y una acción decidida. El reciente escándalo en la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) en Colombia es solo un ejemplo de cómo la corrupción puede corroer las estructuras del estado y desviar recursos que deberían estar destinados a mejorar la vida de los ciudadanos.
Este caso, que involucra a altos funcionarios y congresistas, incluyendo a Iván Name y Andrés Calle, nos muestra una vez más la urgencia de crear una conciencia cultural de que la corrupción no es, ni debe ser, lo normal. La Corte Suprema ha tomado cartas en el asunto, citando al presidente Gustavo Petro y a otros altos funcionarios para esclarecer los hechos. Sin embargo, este es solo el inicio de un largo camino para cambiar las percepciones y comportamientos profundamente arraigados en nuestra cultura.
La corrupción no solo se roba el dinero de las arcas públicas; se roba el futuro de generaciones enteras. Cuando los fondos destinados a la salud, la educación, la infraestructura y otros servicios esenciales son desviados, los más afectados son siempre los más vulnerables. Las reformas sociales, como las de salud y pensiones, que deberían ser un faro de esperanza para mejorar la calidad de vida de todos los ciudadanos, se ven empañadas por la sombra de la corrupción.
El caso de la UNGRD es particularmente desgarrador cuando se considera el impacto directo en las vidas de los más necesitados. La estrategia de ollas comunitarias de la UNGRD, destinada a combatir la crisis alimentaria en La Guajira, ha sido fundamental para miles de personas. En 2023, se establecieron 125 ollas, alcanzando a 12,500 personas de comunidades wayuu. Este año, la UNGRD ha duplicado sus esfuerzos con la implementación de 345 nuevas ollas, extendiendo su alcance a 47,000 personas en el departamento. Esta iniciativa, que proporciona raciones diarias de comida a cada beneficiario, principalmente niños, niñas y adultos mayores de la comunidad wayuu, es crucial para combatir la desnutrición.
La desviación de fondos en un contexto donde cada recurso es vital significa que miles de niños, ancianos y adultos han quedado sin la asistencia que necesitan desesperadamente. Estas ollas comunitarias, que deberían ser una solución temporal para la crisis alimentaria, se convierten en un símbolo de esperanza traicionada cuando la corrupción interviene.
La historia de María, una abuela de 67 años de la comunidad wayuu, es un triste recordatorio del impacto humano de la corrupción. María depende completamente de las raciones diarias que recibe de las ollas comunitarias para alimentar a sus tres nietos, quienes quedaron huérfanos tras la muerte de sus padres en un accidente de tránsito. «Sin esta comida, mis nietos no tendrían nada que comer. No hay trabajo, no hay ayudas. Todo depende de esta olla,» dice María con lágrimas en los ojos. La idea de que los fondos destinados a este programa pudieran haber sido robados es algo que ella simplemente no puede comprender. «¿Cómo pueden dormir tranquilos esos que nos han quitado lo poco que tenemos?» pregunta, con la voz quebrada por la desesperación.
Otra víctima de este desfalco es Juan, un niño de 10 años que camina varios kilómetros todos los días para llevar comida a su familia. La olla comunitaria es su única fuente de sustento. «A veces no tenemos nada más que comer en todo el día. Mis hermanos y yo esperamos con ansias la comida de la olla,» explica Juan. «Cuando hay menos comida o no alcanzamos, mi mamá llora porque no sabe qué hacer.»
Estas historias son un testimonio de cómo la corrupción no solo roba recursos, sino que destruye vidas y sueños. La comida que María y Juan deberían recibir no es un lujo, es una necesidad básica que se les está negando por la avaricia de unos pocos.
¿Cómo podemos combatir la corrupción? Es fundamental robustecer las instituciones encargadas de prevenir y combatir la corrupción. Esto incluye dotarlas de los recursos necesarios y garantizar su independencia para que puedan actuar sin presiones políticas. La transparencia en la gestión pública es esencial. Los ciudadanos tienen derecho a saber cómo se manejan los recursos y a exigir rendición de cuentas a sus líderes. La implementación de sistemas de seguimiento y evaluación es crucial para asegurar que los recursos se utilicen de manera eficiente y efectiva.
Fomentar una cultura de integridad desde temprana edad a través de la educación. Los valores de honestidad y responsabilidad deben ser inculcados en las escuelas y reforzados en todas las etapas de la vida. La sociedad civil debe ser un actor clave en la lucha contra la corrupción. La participación activa de los ciudadanos en los procesos de toma de decisiones y en la vigilancia de la gestión pública es fundamental para prevenir y denunciar actos corruptos.
Es vital proteger a aquellos que se atreven a denunciar la corrupción. Los denunciantes deben contar con mecanismos de protección que los resguarden de represalias y aseguren que sus testimonios sean considerados en las investigaciones.
El escándalo de la UNGRD y las confesiones de figuras como Sneyder Pinilla y Olmedo López, quienes han colaborado con la justicia, muestran que la corrupción no distingue entre partidos políticos ni ideologías. Es un problema sistémico que requiere una respuesta integral y concertada. La reciente inspección judicial a las oficinas de la Presidencia y del Congreso, ordenada por el magistrado Francisco Farfán, es un paso en la dirección correcta, pero no es suficiente.
Como sociedad, debemos entender que la corrupción no es un mal inevitable. Es una elección, y podemos elegir combatirla. Debemos rechazar la normalización de comportamientos corruptos y exigir un estándar más alto de nuestros líderes y de nosotros mismos. La lucha contra la corrupción es, en última instancia, una lucha por la dignidad, la justicia y el futuro de nuestras comunidades.
Ya está bueno de que los guajiros sigamos siendo los huérfanos de la familia, esos que son humillados constantemente por carecer de quien los defienda y represente con vehemencia, o los hijos de menos madre, a esos para los cuales siempre hay licencia para maltratar y que son solo dignos de la lástima y limosnas. ¿Quién nos metió en la cabeza que esto es lo que merecemos y que no podemos aspirar a más? ¿Cuál es la voz que representa el clamor de María y Juan? ¿Por qué no es noticia esta acción con daño que nos han hecho a los guajiros? ¿Quién nos dijo que era así como teníamos que vivir? Se nos ha arrancado mucho más que un presente y un futuro próspero, se nos ha arrancado nuestra dignidad y con ella nuestra capacidad de exigir lo que merecemos y que además nos pertenece.
La corrupción es como la parábola del marranito y la gallina. La gallina le dice al marranito: «Hagamos unos huevos con jamón; tú pones el jamón y yo los huevos». Para la gallina, es solo un esfuerzo; para el marranito, es un sacrificio total. Así es la corrupción para los más vulnerables: para nosotros los guajiros un sacrificio total que nos arranca no solo los recursos que necesitan muchos de mis paisanos para sobrevivir, sino también nuestra dignidad y esperanza. No podemos permitir que unos pocos sigan sacrificando el bienestar de muchos. La hora de actuar es ahora, por María, por Juan, y por todos aquellos que merecen una vida mejor y más justa.
Juana Cordero Moscote