«Triste destino el de la gloria humana/
tan costosa, efímera y tan vana/
ayer, renombre, movimiento, ruido/
hoy torrente de lágrimas/
mañana, hondo silencio, soledad, olvido»
Gaspar Núñez de Arce
El pasado domingo 2 de octubre se cumplieron 194 años del vil ajusticiamiento del prócer guajiro y precursor de la independencia de la Nueva granada el Almirante José Prudencio Padilla. Baldón histórico este que empañó la egregia figura del Libertador Simón Bolívar al ordenarlo. Aunque tardíamente, a poco andar reconoció su error en carta que le dirigiera al General José Antonio Páez, manifestando que estaba arrepentido “de la muerte de Piar y de Padilla”
Tal y como lo dispuso la Ley 10 de 1974, al exaltar su memoria, ordenó que en el muro que sirve de fachada del Capitolio Nacional y justo frente al sitio donde fue fusilado “el eximio marino, hacia el costado suroriental de la Plaza de Bolívar”, enantes Plaza de la Constitución, se colocara una placa con la siguiente inscripción: «en este lugar fue fusilado el 2 de octubre de 1828, el Almirante José Prudencio Padilla, Libertador de los Mares Grancolombianos, padre y patrono de la Armada Nacional, paladín y mártir de la democracia, Senador de la República en 1826. El Congreso de Colombia honra su memoria». Qué ironía, una placa en honor de Padilla en la plaza que lleva el nombre de quien se lo mancilló ordenando su inmolación ante el altar de la patria, escarnecida por su magnicidio (¡!).
No pueden ser más elocuentes las lúgubres palabras del Poeta Gaspar Núñez, cuando se trata de evocar la figura procera del Almirante José Prudencio Padilla, hijo epónimo de la Guajira. Nos recuerda el reputado historiador Carlos White Arango, a propósito de Padilla, la sentencia de los sabios en los areópagos de Atenas: «comparezcan las partes dentro de cien años». En el caso que nos ocupa ya comparecieron y Padilla fue rehabilitado tras un fallo inapelable de la propia historia, que destaca su lealtad a toda prueba y su encendido patriotismo, que no pudieron eclipsar sus detractores ocasionales, resplandeciendo fulgurante su figura señera e incontrastable. Así lo reconoció la Convención de la Nueva granada en noviembre de 1831, al rehabilitar su memoria en nombre del pueblo colombiano (¡!).
Alcanzada la independencia, nimbado por la gloria, Padilla se constituyó en uno de los artífices de nuestra primera República. Pero la zalamería, los recelos, la inquina y las torvas estratagemas de sus solapados adversarios, lo malquistaron con el Libertador Simón Bolívar. Fue éste el execrable camino escogido por los pérfidos ujieres palaciegos, para llevar hasta el cadalso al Heraldo de nuestra independencia recién alcanzada.
Mariano Montilla, de la mano de Urdaneta, sería el encargado de fraguar el artero golpe, propalando la especie de que Padilla se contaba entre los conjurados de la aciaga noche septembrina. Eran aquellos azarosos tiempos para la República, en los que cernía sobre ella la amenaza de la entronización de una abominable tiranía. No era Padilla hombre de contubernios; nunca puso su espada al servicio de causas innobles.
Hay quienes sobreviven acomodándose, como decía Ingenieros «pasando del timón al remo». No era padilla de esa laya; su reciedumbre de carácter le impedía ser lisonjero y complaciente de los detentadores del poder. Ello hizo más fácil la vitanda acción de sus adversarios, en su coartada de tratar de involucrarlo en el nefando complot contra el Libertador.
Bolívar, atormentado y obcecado por el pertinaz empeño del corro de sus aduladores, compelería al héroe riohachero, en medio de sus cavilaciones, a hacer suya la reflexión de Rubén Darío: «Águila que eres la historia, dónde vas a hacer tu nido? ¿En los picos de la gloria? ¡Sí, en los montes del olvido”! Cruel final se le deparó al Almirante Padilla: degradado primero, fusilado luego y humillado en la horca después, imitando el vitando proceder del realista expedicionario Pablo Murillo, conocido, por su crueldad, como El pacificador.
Pero, con su gesto altivo y temerario, triunfó sobre su vil sacrificio, como el Cid campeador. Él, igual que Córdoba, acobardó a sus verdugos con su temple y valor indomables y ocupa un sitial especial por su bizarría, como ejemplo vívido para la posteridad. Sus despojos mortales reposan en una cripta en la Catedral Nuestra Señora de los Remedios de Riohacha, capital del Departamento de La guajira, la cual fue declarada Patrimonio Cultural de la Nación Colombiana en su honor.
Coletilla: ¿hasta cuándo el puerto carbonífero que opera El Cerrejón en La Guajira se va a seguir llamado Puerto Bolívar, en lugar de llevar el nombre de nuestro prócer el Almirante José Prudencio Padilla?
Amylkar D. Acosta M[1]
[1] Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de Historia