En la Polonia contemporánea, el discurso de la modernidad laboral se viste con tecnicismos: “movilidad profesional”, “eficiencia contractual”, “cooperación institucional”. Pero detrás de esa retórica, emerge un fenómeno más profundo: la distribución del trabajo sin redistribución de los derechos.
Hoy, un empleado puede estar contratado por una sola entidad que cumple con los aportes, seguros y obligaciones legales, pero realiza parte de su labor en beneficio de otras instituciones, sin vínculo jurídico directo con ellas.
Su empleador formal se convierte, entonces, en intermediario del trabajo, canalizando su fuerza laboral hacia diferentes espacios y proyectos.
El trabajador permanece atado a un único contrato, pero su tiempo, su energía y su conocimiento se fragmentan y dispersan en distintas direcciones.
No se trata de la vieja subcontratación encubierta, ni del “contrato basura” sin derechos. Es algo más sofisticado: la subcontratación internalizada, donde el trabajador es el territorio que se reparte.
El empleador cumple con la ley, pero transforma el vínculo laboral en una plataforma de servicios, capaz de generar valor en distintos escenarios sin multiplicar los contratos.
El paralelismo con América Latina es inevitable.
En Colombia, Cerrejón multiplicó su estructura en decenas de filiales y contratistas para mantener el control de la producción sin asumir las cargas sociales.
En Polonia, el modelo es inverso pero análogo: el control no se dispersa entre empresas, sino dentro del trabajador mismo, que presta servicios a varios beneficiarios a través de una sola relación legal.
El resultado es el mismo: la concentración del beneficio y la dilución de la responsabilidad.
Políticamente, este modelo encarna la nueva ideología laboral europea: cumplir con la norma mientras se vacía su sentido.
El trabajador no es ya un empleado con pertenencia institucional, sino un recurso móvil.
Su contrato aparentemente estable opera como licencia de circulación laboral, un documento que permite a terceros beneficiarse de su trabajo sin adquirir obligaciones frente a él.
Así, el empleo se convierte en una especie de arrendamiento legalizado de fuerza de trabajo, una figura que legitima la circulación del esfuerzo humano sin crear vínculos colectivos ni comunidad laboral.
La relación sigue siendo “jurídicamente correcta”, pero económicamente extractiva.
El mito de la “flexibilidad” oculta una profunda desposesión: la del trabajador que pertenece a una institución solo en los papeles, pero que en la práctica pertenece a todas y a ninguna.
En lugar de precarizarlo abiertamente, el sistema lo integra para dispersarlo, lo protege para explotarlo mejor.
Como en la mina, donde el propietario mantiene el control del carbón aunque lo exploten otros, aquí el empleador retiene el control del contrato mientras el trabajo ocurre en otros espacios.
La pedagogía, la cultura, la salud o la educación se administran bajo el mismo principio que rige a la industria extractiva: maximizar la producción, minimizar la responsabilidad.
Polonia no es una excepción: es un laboratorio.
Lo que hoy se experimenta en su mercado laboral esa mezcla de legalidad y desposesión, prefigura el modelo que se expandirá en toda Europa.
El trabajo se vuelve red, el contrato se vuelve interfaz, y el trabajador se vuelve tránsito.
Al final, cuando el empleo se convierte en canal y el contrato en mercancía, la dignidad laboral se vuelve una ficción administrativa.
Y así, desde un aula polaca o una mina guajira, se repite la misma historia con distinto acento: la modernidad como coartada del despojo.
Luisa Deluquez

