EL PALACIO II

El paso inexorable del tiempo se convirtió a la vez en otro enemigo imposible de desestimar. Los magistrados por medio del presidente de la corte suprema, Alfonso Reyes, se comunicaron con el palacio de La Carrera imbuidos de la esperanza de convencer al primer mandatario de que intentase una ronda de conversaciones con los terroristas por razones humanitarias. La voz quebrada del presidente de la corte fue escuchada por la nación compungida ante el acontecimiento. Suplicaba un cese el fuego de manera inmediata para evitar el sacrificio inútil de vidas humanas. Y aún más, el bien invaluable de su propia vida. En el seno del consejo de ministros prevaleció el criterio militarista. Por una parte, algunos de sus miembros, partidarios de entablar diálogos en la desesperada búsqueda de puntos de coincidencias con los asaltantes, aconsejaban a la vez una salida digna para todos mediante conversaciones previas en las cuales se debería partir de los criterios de los convenios suscritos en Ginebra sobre el Derecho Internacional Humanitario. Y, en especial, las normas contenidas en los protocolos adicionales.

Por el otro lado, estaban los amigos de una solución de fuerza: los estamentos militares o quienes se sentían más próximos a ellos, también deseaban resarcir su honor mancillado por los sucesivos acuerdos con los grupos subversivos, en donde su voz no sólo no era escuchada, sino que las fuerzas armadas estaban silenciadas por un gobierno que, a pesar de las circunstancias, parecía haberle apostado a una paz utópica por medio de la vía del diálogo directo con los grupos en armas. El país no quería repetir la terrible experiencia de unos diálogos en medio del fuego cruzado con quienes en forma abierta habían desafiado el orden jurídico. Los medios de comunicación repetían esa misma tarde, hasta la fatiga, las largas conversaciones de los guerrilleros con los representantes del gobierno, cinco años antes, cuando el mismo movimiento subversivo tomó por asalto la embajada de la República Dominicana. En esa ocasión los contactos o, como se decía en el lenguaje ambiguo de aquellos días inciertos, las aproximaciones con quienes habían violado la legalidad, duraron cuarenta largos días.

Ahora, en esta ocasión, cuando el tableteo de las ametralladoras o el golpe seco de los morteros contra los muros del palacio se escuchaban diáfanos en los grandes salones de La Carrera, el presidente adoptaba la decisión de asumir en solitario la responsabilidad absoluta por cuanto pudiera ocurrir durante lo sucesivo en ese singular campo de batalla. Según las palabras del propio ministro de justicia, Enrique Parejo, Betancur delegó, como un último recurso en medio de la desesperación, a los mandos castrenses la reconquista inmediata del edificio. Los militares organizaron la liberación del palacio de justicia como si se tratara de un combate contra un feroz enemigo en exceso superior. Los oídos de quienes asumieron esa tarde la obligación de restablecer el orden público en la plaza de Bolívar, se volvieron sordos para quienes levantaron su voz en el reclamo airado por la máxima prudencia, a fin de evitar un absurdo derramamiento de sangre.

En pocos minutos aparecieron más soldados listos para la acometida, más carros cascabel para el asalto, más helicópteros en un sobrevuelo misterioso en el área donde medían sus patéticas fuerzas los contendientes, más ambulancias en las calles aledañas, más cámaras de filmación para llevar el suceso a los más remotos lugares del mundo. Un cañonazo dirigido al frontón del palacio fue el anuncio del comienzo de la lucha entre los dos bandos en pugna. Ya se habían perdido por completo las esperanzas de lograr una solución para preservar la vida de quienes aún se encontraban en el interior de la mole de concreto. (…)

Idy Bermudez Daza

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