«EL TRONO DE LOS SOBERBIOS»

Qué fascinante espectáculo nos ofrecen ciertos líderes contemporáneos, seres elevados, casi divinos, que caminan entre mortales sin tocarlos, no por prudencia, sino por puro desprecio, la humildad fue hace tiempo desterrada de sus discursos y la empatía figura como una palabra sin traducción en su vocabulario oficial.

En los pasillos del poder se pasean con una seguridad que raya en la vanidad, no son servidores públicos, sino protagonistas de su propio teatro ególatra, donde los aplausos los fabrican ellos mismos y las críticas se desestiman como herejías; caminan erguidos, inflados por su propio ego, con más protocolo que sabiduría, la gente los saluda más por costumbre que por respeto, y ellos se creen última arepa de huevo del universo porque el aplauso de la burocracia los hace vibrar más que el tambor en Carnaval.

Lo curioso y hasta poético, es que no gobiernan, reinan; no escuchan, ordenan; no sirven, se sirven, el poder se les sube más rápido que una cervecita bien fría a este servidor en día de brisa. Se les nota cuando hablan de “sus instituciones”, “sus funcionarios”, “sus resultados” como si la administración pública fuera un mueble comprado en Jamar.

En lugar de escuchar, pontifican, el bienestar colectivo es una nota al pie en sus agendas personales, y las necesidades de los gobernados se posponen indefinidamente mientras se satisface el hambre insaciable de protagonismo; cada discurso es una oda a sí mismos; cada medida un homenaje encubierto, y cada funcionario que los rodea se convierte en testigo silente de su egocentrismo rampante.

Han confundido el liderazgo con el dominio, la autoridad con el ego, y el servicio público con una pasarela de satisfacción personal, vemos que los gobernados tiemblan ante sus gestos, y ese temor hace que callen frente a sus monólogos, pues quienes han osado cuestionarlos son rápidamente devorados por los tentáculos de su arrogancia institucional.

Los ciudadanos ya no son parte de su propósito, sino obstáculos inconvenientes en su camino al reconocimiento, la burocracia se convierte en un instrumento de sumisión, y los órganos de control en decorado institucional para legitimar decisiones que jamás se consultan. Desde sus oficinas, que cada vez se parecen más a tronos que a escritorios, estos líderes gobiernan más por decreto emocional que por principios democráticos.

Parecen olvidar, o nunca leer, lo que sucedió con Nabucodonosor el gran rey de Babilonia que al llenarse de orgullo terminó comiendo pasto como las bestias del campo, no lo digo yo, lo dice la Biblia, que en temas de humildad tiene más autoridad que cualquier ministerio.

Este tipo de soberbia política que señala el relato de las sagradas escrituras, hizo que el monarca Babilónico cegado por el poder de la corona, proclamara su grandeza sin medir consecuencias. ¿El resultado? Una humillación divina: siete años viviendo entre las bestias del campo, comiendo hierba como el ganado, hasta que reconoció que no era más que un hombre entre hombres, y no el semidiós que pretendía ser.

¿Exagerado? Tal vez, pero útil como advertencia porque cuando el liderazgo se transforma en soberbia, el castigo puede no venir de lo divino, pero sí del pueblo. La historia ha demostrado que todo gobernante que se cree eterno termina siendo reemplazado por la realidad.

La arrogancia tiene efectos corrosivos, no sólo deshumaniza al líder, sino que humilla a sus equipos de trabajo, en consecuencia, a que los funcionarios se convierten en simples emisarios de órdenes caprichosas, por ello el miedo reemplaza la motivación, el talento huye, la creatividad se reduce a cumplir con lo mínimo y el pueblo, ese gran ausente, termina asumiendo las consecuencias de las decisiones tomadas desde el Olimpo político.

Pero hay esperanza, siempre la hay, a veces, la caída del soberbio no se da con estruendo, sino con silencios incómodos, con vacíos que ni su ego puede llenar, la historia termina enseñando, tarde o temprano, que el poder sin vocación es como un río sin cauce, termina inundando todo a su paso sin dejar frutos.

Por eso, vale la pena alzar la voz, aunque sea desde una columna de opinión, vale la pena recordarles que el verdadero liderazgo nace del servicio, que ser elegido no es un título nobiliario, sino una responsabilidad sagrada, que gobernar es cuidar, no mandar y que, si insisten en seguir el camino de Nabucodonosor, ojalá el desenlace también les enseñe a mirar hacia abajo con respeto, y no con desprecio.

Porque el pueblo no olvida y aunque a veces parece dormido, su despertar es lo único que convierte los tronos soberbios en bancos vacíos. Cuando eso pasa… ni el espejo más dorado les devuelve su reflejo.

 

Adaulfo Manjarrés Mejía

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