Cuando se tiene la oportunidad de presenciar la serie inacabable de deplorables desempeños de la persona que, para empezar, ostenta la importancia de ser el Jefe de Estado colombiano y representa la máxima dignidad de la Nación, tiene uno que preguntarse por fuerza qué clase de mentalidad es la que se ha encriptado en su interior para que haya derivado en conductas tan cuestionables, tan inapropiadas, tan indignantes, sin que llegue a dar siquiera muestras de preocupación o de vergüenza.
No pudo pasar desapercibido el “espantoso” espectáculo ofrecido en Haití, con ocasión de la inauguración de la Embajada de Colombia en ese país, en el que pudo verse “un Presidente mal trajeado, con evidente mala apariencia personal, sudoroso y descompuesto, y encabalgado sobre el hombro de la señora Canciller, como si estuviera en un parque de diversiones, o en una fiesta informal, pero sobre todo pareciendo que se sostenía en ella para no caer al piso, como si se tratara de un pobre borracho de pueblo. Y por si acaso fuera poco, hablando incoherencias sin el más mínimo respeto frente a su homólogo anfitrión y su estoico traductor, quien sufrió más de un sofoco tratando de interpretar la sarta de disparates que salían de su boca. Y aún más, sin respeto hacia la audiencia global que seguramente tuvo acceso al reporte del acto protocolario de la inauguración, cuyo protocolo lo zapateó como quiso. El continente y el mundo fueron testigos del episodio, en algunos casos en el marco de noticieros que daban cuenta de la ocasión política de la apertura de la sede diplomática colombiana, pero también muchos otros que se ocuparon de ahondar en la deplorable presentación del Presidente colombiano, de donde proviene la creciente tendencia general de burla y reproche hacia la persona del Presidente, y aún más allá, la creciente ola de sentimientos “pena ajena” que se populariza en el mundo con relación al pueblo colombiano, al ser reconocida la estampa cada vez peor del Mandatario y su nefasto desempeño frente a la comunidad internacional.
Es entonces cuando se pregunta uno si es posible caer más bajo, No hay que ser demasiado inteligentes e imaginativos para entender que esa mala fama del Presidente se arrastra el país entero, en tanto genera incertidumbre, desconfianza y falta de empatía hacia el país y nuestros nacionales, lo cual se traduce en retraso y cancelación de multitud de oportunidades de inversión y negocios que podrían estar promoviendo crecimiento económico y desarrollo. El Presidente no da muestras de estar atento de ese problema, pero es que en realidad no le importa. Antes, por el contrario, va por su senda de gobierno agresivo y contestatario porque eso es lo que sabe hacer. Eso fue lo que aprendió desde cuando de niño se vio incorporado a la guerrilla del M19, y para hacer eso fue que se hizo elegir con apoyo en el sueño populista del “Gobierno del Cambio”, que ahora ya sabe el país qué es lo que ello significa. ¿Cómo es que se ha llegado hasta tan peligroso extremo? Intentemos una explicación a partir de evidencias disponibles.
Gobernantes ególatras y acaso narcisistas aparecen todos los días en la historia de los pueblos. Por norma general podría decirse que, en todos los casos, los gobernantes llegan a tener ciertas dosis de Narcisismo y Egolatría, -que no son lo mismo-, solo que en muchos casos alcanzan a ser tolerables, o cuando menos aceptables, si es que el sujeto no causa daños con su accionar narcisista o ególatra. Hasta en las iglesias llega a sentirse este fenómeno, lo cual ofrece una señal de cómo es algo connatural y de pronto endémico en nuestras sociedades. Lo dicho, para dejar claro que no se trata, pues, de una rareza entre nosotros. Gobernantes de la antigüedad como Calígula, Nerón, Alejandro III El Magno; multitud de reyes desde la santigua Sumeria, la Mesopotamia y la China, así como muchos Faraones de Egipto; numerosísimos gobernantes de la Edad Media y el Renacimiento, y hasta gobernantes y Dictadores modernos como Hitler, Musolini y Stalin, y aún más modernos como Trump y Putin, podrían llegar a parecernos ególatras y narcisistas en la medida en que se ocupan del culto a sí mismos y son campeones en la práctica de la subordinación y la manipulación de otros y la intolerancia a la crítica. En esta categoría, por supuesto, está el Presidente Petro, aunque sabemos que no es el único en el mundo y tampoco el primero de tal condición que ocupa el solio de Bolívar.
Dicen los estudios que el ególatra es alguien que se venera a sí mismo, de tal modo que busca permanentemente la atención de los demás y su propio reconocimiento y admiración. Suele exagerar en el sentido de su propia importancia, llegando a tener dificultades para establecer adecuadas relaciones interpersonales, que terminan por lo general en estados de agresividad. Aun así, la egolatría, en tanto es un rasgo previsible de la personalidad, se puede manejar y, como hemos dicho, tolerar en la medida en que no se convierte en un elemento de discordia y enfrentamiento patológico al interior de los círculos sociales en los que se puede hallar un ególatra. Visto de otra manera, será una condición que los propios grupos sociales pueden llegar a contrarrestar y controlar.
Y también los estudios señalan que el narciso es un personaje que sufre un trastorno de personalidad que se expresa en la tendencia de “agrandarse” a sí mismo, mostrarse más allá de lo que realmente es, lo cual es una conducta patológica que conduce a que la persona se “infle “en su percepción de sí mismo y desfigure su papel dentro de la sociedad cuando comience a reclamar posiciones de “superioridad” – o de belleza extrema, como en el caso de Ícaro – que no le corresponden. Esta clase de personajes sucumben con facilidad a la fantasía del éxito ilimitado, al tiempo que buscan servirse de los demás para lograr sus propósitos de la manera que sea, manipulan en función de sus ideas de éxito y padecen de “envidia” frente a todo lo que represente el éxito ajeno. El narciso, en resumen, padece una visión distorsionada de sí mismo y distorsiona también su visión de los demás, así es que no puede confiar, envidia todo acto ajeno y es incapaz de establecer empatía, razón por la cual se inclina con frecuencia hacia la violencia y el autoritarismo para imponerse. No se siente bien ni cómodo de ninguna otra manera si no es sobre los demás, de allí que todo aquel que actúe en su contra será visto como enemigo y sujeto de insulto, amenaza, repudio y persecución.
Tenemos así, mis queridos amigos, presidentes en el mundo que, por ególatras y narcisos, se hacen totalmente disfuncionales. Querría decir, de modo correspondiente, que son incapaces para gobernar en la medida en que no pueden liderar y orientar equipos de gobierno que trabajen en autonomía y produzcan resultados porque ello le despierta desconfianza y sensaciones de traición, lo cual le obliga a estar pensando en cambios todo el tiempo, para que la supremacía de su ego no tenga que enfrentar desafíos frente a nadie. También podrían llegar a ser incapaces para colocar como su primer objetivo de trabajo el interés legítimo de cualquier colectivo humano, desprotegido y vulnerable, simplemente porque ello representaría para él la imagen de alguien que está primero, lo cual le induce a un tremendo fastidio. Y mucho menos sería capaz de aceptar que alguien, sea persona o colectivo de personas, se oponga en su propósito porque ello implica para él la irrefrenable tentación de acusarles de sabotaje, conspiración, intento de golpe de Estado, o cualquier otra especie. De ese modo nos enfrentamos a personajes que todo aquello que no les cae bien y no les gusta, que no lo entienden, o que no se acomoda a sus expectativas, tratarán de destruirlo.
El caso es que saben muy bien los narcisos y ególatras que necesitan afianzarse en su popularidad, porque ese es el combustible que mueve su maquinaria interior. Son los aplausos el primer y más potente motor del artista, y es por la vía del aplauso, así sea comprado, que un gobernante del tenor que estamos hablando busca mantenerse “erguido frente a su pueblo”. Es decir, no lo hace por la vía del trabajo duro y serio, conducente a resultados irrefutables de bienestar y agregación de valores públicos, por la simple razón que no sabe hacerlo y no puede trabajar así, sino que lo hace por la vía del populismo institucional, que se muestra plagada de prebendas, subsidios, auxilios, obsequios, que sí es tremendamente efectivo para colectar aplausos. aunque se sabe también que es el camino indicado hacia el gasto desorbitado e ineficaz, y la ruta directa hacia la corrupción. No obstante, no importa, porque así, de ese modo, se mueven en positivo los niveles de aceptación de sus “electores” y crecen sus fidelidades. Pareciera que esa ha sido la hoja de ruta que se ha seguido desde aquel agosto de 2022 en el que el Presidente Petro recibió su Banda Presidencial recién bordada y “juró respetar y defender la Constitución y la Ley”.
Si queda por allí algún asomo de duda al respecto de lo dicho, basta con acercarse al discurso Presidencial el pasado 20 de julio con ocasión de la instalación de la Legislatura en el Congreso, para tomar consciencia de la gruesa cantidad de señalamientos, reclamos, insinuaciones acusatorias de sabotaje a la gestión de gobierno, amenazas, advertencias de acción represiva y muchas expresiones desafiantes contra supuestos enemigos de su administración, frente a flacas nociones de un “cambio positivo” y evidencias de resultado que puedan reflejarse en mejoramientos sustanciales para la vida del país. Si se quisiera dimensionar el desempeño del Presidente esa tarde en el Congreso, tal vez coincidamos en que fue un acto premeditado y muy bien calculado de “propaganda personal”, típico de toda persona como la que hemos intentado caracterizar hoy, afectado sin duda de una notoria postura narcisista y ególatra.
Aunque presentó el Presidente cifras de avance positivo en diversos aspectos clave de la vida nacional, como pueden ser la reducción de la inflación, el crecimiento económico, el aumento general de las exportaciones y los movimientos favorables de varios indicadores sociales; o tal vez lo realizado en materia de mejoramiento de salarios para la Policía y el Ejército; o de pronto los logros en el sector de la salud y en la educación pública; o los avances importantes en la entrega de tierras para los campesinos colombianos, en el propósito genuino de fortalecer la producción nacional; o acaso en la reducción de los indicadores de inseguridad, que son todos resultados muy importantes de cara a las necesidades que aquejan el país, el buen espíritu que podía tener el informe presidencial cae por tierra desde el momento en que el Presidente hace mucho más énfasis -y emplea más esfuerzo personal- en hablar de sí mismo, de su forma de ver y hacer las cosas, de sus filosofías y de cómo se destacan “sus logros”, por encima de cualquier otra realización de gobiernos anteriores, y de cómo hay enemigos que no le dejan llegar a las metas que se propuso, precisamente para elevar su imagen hasta el nivel en donde él mismo considera que debe estar. Resulta así que el Presidente pierde la ocasión de resaltar los cambios positivos que puede empezar a disfrutar la Nación como resultado de su gestión de Gobierno, y se ocupa en cambio de perorar sobre lo que “ha logrado” – entiéndase sus realizaciones – a pesar de todos los tropiezos y dificultades que, según afirma, ha necesitado enfrentar “contra sus opositores”, aquellos que no creen en su propuesta “de cambio” e hicieron caer sus reformas en el Congreso, e incluso aquellos que le dañan el paso en las Altas Cortes. Tampoco olvida hablar de su lucha contra el Banco de la República –cuya autonomía le quita el sueño –, y menos de su empeñada disputa contra la aristocracia que, según alega, ha dominado la República desde sus primeros días y la ha llevado a los niveles de desigualdad donde está.
“La vida nos da sorpresas…” –diría Rubén Blades- y nunca terminamos de estar preparados para ellas. Esa ha sido la historia de nuestras civilizaciones desde la más profunda antigüedad, llena de sorpresas. Pareciera que los pueblos no aprenden y, aun teniendo nítidas evidencias frente a sus ojos, siguen eligiendo y reeligiendo personajes de cuestionable calaña sin encontrar remedio para ese mal. Será porque es tan descomunal su capacidad de mostrar una imagen “elevada” de sí mismos, distorsionada, falsa, en cualquier caso, para decirlo de mejor manera, tal que hace posible que sean mejor recibidos cada vez e invencibles ante la multitud de electores desprevenidos y confiados de todo país, quienes se someten pasmosamente idiotizados por la imagen de popularidad que conceden a quien se les presenta como un ídolo.
De otro modo, ¿cómo explicar lo que sucede en Venezuela, en Nicaragua, en Colombia, en Argentina, en México, en Bolivia, en Estados Unidos…, y hasta en El Salvador, sólo para traer sobre la mesa algunos referentes de la Región?
¿Nos cuesta tanto aprender?