Somos un país que acepta por costumbre la pésima conjunción de todos sus males. Nos hemos acostumbrado a decir a cuatro vientos que no hay nada qué hacer “porque somos así”, y ya con esa sola sentencia agachamos la cabeza y marchamos resignados en el carrusel imparable de la vida. Hemos terminado por acostumbrarnos “mal” a casi todas las situaciones negativas que enfrentamos como sociedad y como país, sin siquiera intentar oponernos, o sin detenernos a pensar de manera ordenada y consciente cuál puede ser la razón para que tengamos que tolerar o aceptar cada situación tal como se nos presenta, y en consecuencia cuál debe ser la actitud y la ruta que debemos seguir para superar las cosas que no marchan bien, que son perjudiciales para el conjunto de la sociedad y que por lo tanto deben ser corregidas. Acostumbrarse “mal” a que las cosas son así porque sí, o que hay que aceptarlas como vienen, no es una actitud propia de sociedades evolucionadas y serias con su responsabilidad inherente, de allí que se haya hecho común el que las gentes de toda condición y origen se quejen sin llegar a esforzarse por introducir rectificadores en todos aquellos asuntos que deben ser mejorados, esperando que alguien lo haga por ellos, o deseando tal vez que las cosas mejoren por acción espontánea del universo, o más profundo aún, clamando para que “un ser superior” –quien quiera que sea aquel que haga parte del acervo espiritual de cada quién- venga desde no sé dónde a resolver lo que no fuimos capaces de hacer los hombres y mujeres en la Tierra.
Nos hemos acostumbrado sin remedio -¿?- a todo este panorama negativo de cosas que componen la rutina diaria y que hemos llegado a normalizar como parte de nuestras vidas, y lo patentamos todo con absoluta tranquilidad con solo decir que “las cosas son así”, como si fueran normales cuando no lo son. No es normal que debamos tolerar gobernantes incompetentes e incapaces, eso no es normal, y es perjudicial desde todo punto de vista; no es normal que estemos inundados de políticos y funcionarios corruptos y ladrones que no cumplen con su tarea y marchan tranquilos por doquier, recibiendo siempre prebendas y distinciones que no merecen; no es normal vivir al amparo de instituciones mediocres e incompetentes que están allí pero no están, tienen tarea que cumplir pero no la cumplen, y reciben recursos preciosos de la Nación para lograr resultados de beneficio público pero despilfarran la plata. Nada de eso es normal, por supuesto, y es materia de rectificación urgente, pero una sociedad tolerante, permisiva, apática en su forma de responder a su responsabilidad de exigir, por ejemplo, o trabajar bien, o cumplir con sus obligaciones, ha de verse siempre enfrentada a sus propios problemas y dificultades. Esa patología, la de aceptar que las cosas no se hacen bien, no puede normalizarse, porque representa la posibilidad cierta de no hallar nunca el camino para salir adelante en beneficio de todos.
Una Sociedad ordenada y consciente puede blindarse ante cualquier patología social, pero la más importante es la de alcanzar y mejorar una buena capacidad para razonar. Una Sociedad inteligente, que razona, que piensa con cuidado lo que hace y lo que tiene que hacer, es una Sociedad que puede defenderse, que se hace difícil de vencer, que puede ponerse de pie y luchar ante la adversidad, que sabe alzar su voz para hablar por sí misma y por todos con respecto a lo que le importa y lo que exige, que es capaz de hacerse entender y respetar, esa es una Sociedad que tiene futuro. Una mirada en contrario mostraría que una Sociedad apática, anómica, acobardada, adormecida, idiotizada, será siempre vulnerable e incapaz de oponerse a la adversidad. Será una sociedad condenada al desastre.
Una Sociedad que piensa, que razona, que adquiere y madura una consciencia colectiva fuerte y propositiva, cualquiera que ésta sea, estará siempre en posición de construir y asumir sus responsabilidades en la preservación de los valores principales de la colectividad, buscando siempre el camino para superar situaciones de dificultad. Una sociedad así no se acostumbra al “mal” sino que lucha para acercarse al “bien”; no se rinde, sino que avanza en curso de una lucha permanente que huye de la resignación y la conformidad. Una sociedad así es una maquinaria formidable de transformación y buen desempeño.
En lo personal, no me gusta ninguno de los postulados iniciales sobre nuestro acostumbramiento a lo que está mal, y de seguro que a muchos de ustedes tampoco, pero no nos engañamos ni nos perjudicamos cuando reconocemos una realidad que duele. No deberíamos normalizar por efecto de la costumbre eso de andar en medio de ciudades que amenazan ruina en sus calles y estructuras por falta de gestión gubernamental; tampoco aceptaríamos que no hubiese agua potable para todos, o energía asequible, o alimentación básica para los escolares, porque se ha normalizado el que no haya nada de eso porque los gobiernos no se ocupan de resolver ese problema adecuadamente por incompetencia y corrupción; mucho menos estaríamos cómodos con los índices de pobreza y marginalidad social, o los indicadores de inequidad y desigualdad, o acaso con los índices de desempleo y las evidencias de decrecimiento vertiginoso de la industria y la estructura empresarial, con efectos directos en la pobreza general de las gentes, para llegar finalmente a sentirnos muy incómodos con los indicadores de crecimiento de la ocupación informal en las ciudades y el empobrecimiento rampante del agro. Nada de eso puede ser normal, pero nos hemos acostumbrado a ello y hacemos poco para corregir.
No podemos normalizar lo que nos parece mal, de acuerdo, pero la costumbre se lleva el país de rastras hacia esa ofensiva manía de aceptar los males como algo “que es así sin remedio”. Y hacemos poco cuando vamos por ahí por la calle y escuchamos sin ambages ni reparos: “Es que el Estado corrupto no sirve para nada; es que los políticos roban; es que las obras se quedan así, a mitad de camino, porque se roban la plata; es que roban cada vez más porque la justicia no opera”. Como éstas, puede haber en la memoria de cada quién cientos de afirmaciones que llevan al punto nuclear ya anunciado: “es que las cosas aquí son así.” Pareciera que con sólo decirlo se tranquilizan las consciencias y la vida sigue con toda normalidad, víctimas todos de la resignación y la desesperanza.
Podíamos, sí, buscar alternativas para salir de semejante problema, a condición que sean los individuos que componen las sociedades el primero y principal organismo que se hace consciente de la situación maliciosa y se moviliza. Suena fácil, pero en realidad es complejo porque, al no ser la Sociedad un sujeto único que pueda manipularse como un todo, sino que está compuesta por numerosas personas que tienen su propia consciencia y la libertad de decidir lo que creen y las verdades que profesan, queda la necesidad de hacer un trabajo de educación y formación de pensamiento individual que permita agregar una extensa multitud de voluntades que coinciden en postulados y asuntos básicos que les permiten llegar a consensos y actuar en conjunto. Tenemos entonces una Sociedad, o grupos sociales, o colectivos determinados, que se movilizan en defensa de principios e ideales que les son comunes a todos. Desde ese momento hay brotes ciertos de acciones colectivas que pueden conducir a resultados sorprendentes y maravillosos. Desde ese momento empiezan a configurarse ejércitos de personas que piensan en colectivo y dejan de ser tan vulnerables, y se tornan capaces de adelantar acciones ordenadas que conducen a resultados formidables. De ese tipo de acciones colectivas se trata la política, y es de ese accionar colectivo que se pueden esperar acciones de cambio que induzcan a rectificaciones profundas en “lo que está funcionando mal” para imponer una nueva costumbre hacia “lo que funciona bien”. De esa manera una Sociedad se hace cargo de su propio destino, en cambio de dejarlo en manos de gobernantes y falsos líderes incompetentes.
El problema del “cambio”, aquello en lo que el Pacto Histórico quiso abrirse espacio, supuestamente para resolver todo aquello que, en teoría, “funciona mal” en nuestro país, está más centrado en la forma de hacerlo que el fin en sí mismo. Veamos eso con cuidado. Por un lado, se puede actuar de manera deliberativa, con actitud negociadora y en respeto de los principios y preceptos de todos los comprometidos en el resultado, para despertar y descubrir motivos de acercamiento y de acuerdo para impulsar iniciativas de cambio a partir de la conveniencia mutua. Llamaríamos esto “trazar una ruta en conjunto”. Implica esta forma que las partes deben ceder pretensiones unilaterales y buscar razones de acercamiento que van más allá de sus propias convicciones y retóricas. Sin embargo, el país sabe, ¡oh desastre!!, que no se actuó de esa manera y que el resultado previsto por el Presidente no se logró por falta de acuerdos esenciales. En cambio, optó por una vía dura que resultó peor, en la que acudió a la presión institucional, a la amenaza contra el Congreso y el país en general, y a la vergonzosa compra de voluntades políticas y civiles mediante jugosas prebendas y sobornos, siendo así que el resultado anhelado le explotó en la cara.
Como no consiguió el Presidente nada de lo que quería por las buenas, y dentro del marco de la Constitución y la Ley, acudió a un recurso social bastante poderoso: el de la acción colectiva, esta que hemos venido discutiendo hasta aquí, pero con una gran diferencia, y es que no la reúne o la convoca en medio de un despertar de consciencia colectiva noble y bien concebida, sino en medio de una parafernalia de movilización comprada con recursos del Estado, sustentada en promesas y beneficios económicos ofrecidos a manos llenas en medio de la más vulgar avanzada de populismo estatal. De ese tenor son las cosas. Son quizás estos colectivos indígenas y las clases sociales más vulnerables las que caen más fácilmente en la manipulación de gobiernos irresponsables, y también de falsos líderes y caudillos, terminando sometidos más fácilmente a la costumbre de “aceptar las cosas como vienen”. Para ellos es mucho mayor la dificultad de superar la adversidad y las situaciones anómalas que degradan la vida de los individuos que hacen parte de sus sociedades.
Aunque no todo salió mal, porque sí se despertó consciencia colectiva y espontánea en otros colectivos poblacionales que no están bajo su control pero que están en capacidad de pensar de modo autónomo y decidir en conveniencia mutua. Ese fue el caso observado en los días del fracasado “paro nacional”. Y es que todo conjunto humano es algo que se puede formar y mejorar de manera sistémica para que, en obediencia de sus propios principios e intereses, encuentre las razones para una acción colectiva ordenada que se interponga a la costumbre de “vivir y convivir en medio de lo que está mal” para buscar en todo momento oportunidades de resistir a toda condición nociva que pueda destruir lo que sí está bien. Esos colectivos sociales bien formados y estructurados no se pueden comprar, no son sobornables, no se dejan amenazar, y representan una garantía de estabilidad para cualquier Nación. Con el trabajo de tales colectivos sociales el país estará siempre de pie ante la posibilidad de construir cosas muy importantes y reconstruirse cada vez que sea necesario.
Por lo tanto, queda en claro la necesidad de actuar en consecuencia contra la mala costumbre de aceptar el mal como cosa normal. Comencemos por erradicar la costumbre de elegir y tolerar malos gobiernos, pero, así mismo, avancemos en la buena costumbre de aplicar mecanismos constitucionales y legales que protejan el país de los malos gobiernos que se enquistan en las altas esferas del Estado y destruyen desde adentro como la peor de las infecciones. Acéptenme la metáfora, por favor, para dar a entender que el país puede estar infectado de soberbia estatal, la corrupción, la mediocridad y el desdeño y que no podemos acostumbrarnos a ello.
¡No querríamos entregar a las generaciones que vienen un país despedazado por lo que está mal!!