En nuestro país se suelen confundir de manera habitual los conceptos de cocina y gastronomía. Si usted asiste a un evento de un pequeño poblado o de un pintoresco barrio de su ciudad en donde se presentan diversas preparaciones locales, tenga cuidado. Los organizadores se sentirán predeciblemente ofendidos si usted emplea el término culinario para calificar su actividad. Alguien abrirá los ojos y levantará su nariz para aclarar con firmeza que se trata de un evento de gastronomía, no de cocina. ¿Es la cocina entonces una pariente pobre de la gastronomía?
No, no puede existir gastronomía sin cocina. La cocina no es un ensamblaje azaroso de ingredientes y sabores. Está llena de valor y sentido. Es forjada por el ambiente, la historia y el encuentro con otras sociedades. Se encuentra situada en el centro de la vida de un grupo humano y nos revela su organización social a través de la edad, el género, el parentesco y la especialidad de quienes participan en la elaboración de los alimentos. La cocina posee una especie de agencia para moldear a las personas y las relaciones sociales.
Por estos días disfruto el libro Comer es una historia: Todo lo que usted no sabía, pero comía, de Oscar Caballero quien es miembro de la Asociación Francesa de Críticos Gastronómicos. Dicho autor piensa que todos los pueblos tienen una cocina, mas no todos, y no para siempre, construyen una gastronomía. Esta puede definirse como “una cultura que integra la cocina y el acto de comer junto al discurso que las trasciende”. Caballero considera que los Mexicas tenían una de las primeras y más ricas gastronomías en América. Se pregunta, al leer una receta del año 1600 registrada en la obra de Fray Bernardino de Sahagún Historia general de las cosas de Nueva España, ¿por qué no existía en ese entonces una receta tan sutil de los cocineros de España como la de la flor de calabaza o calabacín?
Al retornar a Colombia, hace unas semanas, quise recordar mis días de estudiante universitario en Bogotá. Llevado por la nostalgia, que como el amor todo lo cristaliza al decir de Stendhal, pedí unos sencillos huevos en cacerola para evocar la textura de los recipientes y el inigualable equilibrio entre la frescura del tomate y el tiempo preciso de la cocción de los huevos. Grande fue mi frustración al ver que la joven que me atendía no era consciente del valor de ese emblemático desayuno que reflejaba la destreza y la sensibilidad de las cocineras populares bogotanas. Todo terminó en un acto herético contra el saber culinario cuyo resultado dejé intacto sobre la mesa.
Si ignoramos las sutilezas de nuestras cocinas, sus indicadores sensoriales y sus ritualidades, no estaremos en condiciones de hablar de una gastronomía colombiana. Las prescripciones dietarías de carácter ritual y aun el arte de cortar los alimentos, nos hablan de una forma de conceptualizar el universo y los seres que lo habitan. Las cocinas pueden poseer gramáticas, taxonomías y liturgias. Ellas nos muestran las nociones plurales del tiempo y su incidencia en el acto de comer, más allá de la simple estacionalidad. De hecho, todas las sociedades en distintos marcos geográficos y temporales han generado sus propias y cambiantes cocinas. Sin embargo, forjar una gastronomía es concebir una distancia lúdica con los alimentos, un discurso y una sensibilidad que trasciende el acto de comer. Esto requiere de una ciudadanía que valore sus propias cocinas, converse acerca de ellas y se interese por ese conjunto de conocimientos, artefactos, ingredientes y principios estéticos más allá de una simple motivación utilitaria.
Weildler Guerra Curvelo