¿ESTÁ EN CRISIS LA DEMOCRACIA?

“Los individuos aprendieron que votan, los gobiernos cambian y sus vidas siguen siendo las mismas”. Adam Przeworski.

Nada más retador para culminar nuestras opiniones del año como el planteamiento que hacemos con el título de la de hoy.  Que debiera ser un cuestionamiento irresoluto, pues los intentos de respuesta son, por decir lo menos, siempre precarios e insuficientes.

No se trata de un hecho político aislado, particular, de nuestra esquina latinoamericana. Está tan expandido que ocupa el pensamiento de muchos filósofos de la política mundial.

Son las elecciones libres las grandes determinantes de la democracia, en la medida en que los ciudadanos puedan escoger unos mandatarios, con la razonable posibilidad de revocar ese mandato si los empoderados no cumplen con las expectativas para las cuales fueron escogidos. Bajo esta premisa, la democracia es entonces un mecanismo para tomar decisiones sobre propuestas de poner a andar una sociedad en un camino u otro, privilegiando uno u otro componente de la vida en común en determinado momento, y al mismo tiempo, una manera civilizada de dirimir conflictos en aspectos económicos, políticos o culturales, pero siempre referidos a unas circunstancias apremiantes del núcleo ciudadano.

Las agujas del reloj democrático se mueven sin parar, marcando el tiempo para que los resultados esperados lleguen a convencer a los miembros de una sociedad de que las tareas encomendadas a los gobernantes elegidos han sido llevadas a cabo con eficacia. Ahora, con la prisa de los tiempos, ese andar eterno parece haberse acelerado. La paciencia se agota. La gente quiere respuestas no propuestas. Lo poco que se avanza frente a las enormes esperanzas lleva a que se vire con brusquedad, a riesgo de voltear el cayuco, para depositar la confianza en otro tipo de perfil político, en otro ciudadano, como en un proceso de arrepentimiento de lo decidido con anterioridad. Lo hacemos una y otra vez, como lo demuestran los giros en Latinoamérica en este siglo, para darle el bate a un emergente cada cuatro o cinco años.

La ideología es lo de menos. Solo mueve un porcentaje muy pequeño de electores, de reducida capacidad para decidir el perfil ganador. Es el desespero porque los cambios aparezcan, porque las críticas al régimen derrotado en urnas no permeen las esferas de la élite que llega. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de una competencia de élites gobernantes.

Al ritmo desbocado de cambios, de exigencias por resultados, de castigo reiterativo al elegido que no ejecuta ni responde a una conducta democrática o ética, es a lo que llamamos crisis de la democracia, al mejor entender del periodo durante el cual lo viejo no ha muerto y lo nuevo no alcanza a nacer, dejando espacio para fenómenos díscolos (Gramsci).

Colombia aporta su propio paquete de razones para la crisis mundial de la democracia. No podíamos quedarnos atrás en su agravamiento. Uno de ellos, el grado de incertidumbre sobre el país, que aumentó con la manera de gobernar del presidente Petro la lista de pendientes que traía la evolución social colombiana, que ha sido de marca mayor.

La paradoja de las bajas y atrasadas ejecuciones de los presupuestos públicos del año en curso, indispensables para dinamizar la economía de un país en decrecimiento, nos vulneran la recuperación del ritmo vital social, sin el cual no habrá generación de recursos fiscales impositivos para el normal andar gubernamental, mucho menos para las pretensiones de gestión pública de tareas que quiere el presidente. Los brincos entre tratar de esclavistas a los empresarios del comercio y reunirse con los propietarios de grandes capitales nacionales, so pretexto de armonizar trabajos, tampoco dan cuenta de una convicción de disposición presidencial para ir de la mano de todos los generadores de empleo, impuestos, cobertura de demanda interna y divisas de exportaciones.

Pero la peor de todas, la más delicada y tendenciosa, es la crisis que se genera por no mantener el orden público en nuestro territorio. No hay productividad que la compense. Máxime cuando se hace a conciencia, exprofeso, de deteriorar la capacidad operativa de las fuerzas legítimas del orden y cuando se mengua la inteligencia castrense despidiendo los veteranos que la han ejercido. Cuando se destrozan las líneas de mando, por la pretensión eterna de la izquierda de desprestigiar a todos los militares y así castigar al contendor institucional de las guerrillas, amigas de sus ideales. No hay lugar del territorio en donde la gente no se queje de atropellos, abusos, incremento de delitos callejeros y ausencia de reacción efectiva de la fuerza pública que le generan un miedo descomunal, lo que se siente cuando el estado no cumple una de las tareas fundamentales de su existencia, cual es hacer que las habitantes del país se sientan protegidos y cuando los protegidos por el gobierno son precisamente quienes más atentan contra el ciudadano trabajador y productivo.

No se nos extrañe entonces que viremos de nuevo en el próximo cuatrienio. Por la crisis de la democracia. Y por nuestra propia crisis de confianza en el gobierno. Ojalá suceda antes de un naufragio.

Nelson R. Amaya

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