Fue el almuerzo más amargo de mi vida. Era un mediodía del año 2006 cuando una mujer indígena narró en nuestra mesa familiar cómo los paramilitares del llamado Bloque Norte mataron a su hijo. En ciertos días ella iba a la población más cercana a comprar un pequeño mercado para la semana. Mientras tanto su hijo laboraba en una pequeña huerta en la que cultivaba, melones, auyamas y frijoles. La mujer siempre retornaba antes del mediodía, pero esa mañana se encontró con una comadre conversadora que la retuvo más tiempo del habitual. El joven angustiado ante el retraso de su madre se acercó a la carretera que pasaba cerca de su terreno y se encontró con un grupo de hombres armados que detenían a todas las personas que se asomaban a la vía.
Como cualquier autoridad los paramilitares pidieron documentos, pero él los había dejado en su rancho porque no iba a viajar a ningún lado y estaba en ropa de labor. La sentencia fue tan cruel como expedita. Delante de todos fue asesinado junto con otro joven indocumentado sin saber siquiera la causa de su ejecución. La madre llegó al lugar diez minutos después encontrando aún caliente el cadáver de su hijo. Hasta el día de hoy no se perdona haberse demorado esos pocos minutos que ensombrecieron para siempre su vida.
Eran los tiempos de la llamada seguridad democrática. Esos hombres se encontraban bajo el mando de Jorge 40 quien hace pocos días se presentó en audiencia ante la JEP. En las audiencias, este jefe paramilitar deberá contar toda la verdad sobre su participación en el conflicto armado y precisar las alianzas criminales que consolidó con altos mandos de las Fuerzas Armadas. De esa verdad que hasta ahora ha ocultado dependerá su sometimiento ante la JEP.
Unos siete mil seres humanos, según fuentes judiciales, pueden haber sido víctimas de las acciones delictivas del llamado Bloque Norte. Un número similar al de los civiles muertos en el genocidio de Srebrenica en la guerra de los Balcanes. Entre ellos se cuentan mujeres indígenas, campesinos, sindicalistas conductores, agentes del CTI, policías, profesores universitarios, campesinos y comerciantes. El ámbito de sus operaciones cruentas incluyó a departamentos como Cesar, Magdalena, La Guajira, Sucre, y el Atlántico.
En sus primeras declaraciones se nota su deseo de repetir el discurso autojustificatorio de los múltiples actos de inhumanidad que ordenó cometer a sus hombres. Trocar la memoria en ideología es claramente uno de sus objetivos. No confesó hechos nuevos ni aportó revelaciones esclarecedoras. Se presentó como una víctima más del conflicto. Inició su relato mostrando a su Valledupar natal como una Arcadia idílica en la que todos vivían felices y sin tensiones sociales. De pronto apareció el demonio de la guerrilla con sus secuestros, extorsiones y abusos. El Estado colombiano fue negligente en la defensa de los ciudadanos de bien y estos hombres mansos, pero de corazón grande, tomaron las armas para defender a la patria. A su juicio. los crímenes cometidos no son tales. Son percepciones deformadas de quienes le acusan. Constituyen una «narrativa» que solo es sostenida por una parte de los colombianos,
Nada dijo de las mutilaciones de los senos de las mujeres de Bahía Portete. No habló de las torturas, masacres y empalamientos que fueron una marca distintiva de los hombres bajo su mando. No. Trató de encubrir sus actos de inhumanidad bajo un ropaje ideológico y hacer de la crueldad un eufemismo.
Quizás las palabras de Haig Bosmajian, profesor de la Universidad de Washington definan mejor lo que pasa con los victimarios y sus versiones del conflicto en Colombia, “Los eufemismos de la guerra deben exponerse por lo que son: palabras y frases que nos engañan para que aceptemos lo inaceptable. Deshumanizar al ‘enemigo’ y banalizar las armas de guerra y la guerra misma es una combinación letal que, lamentable e históricamente ha tenido éxito en defender lo indefendible”.
Weildler Guerra Curvelo