No es verdad que la lucha contra el narcotráfico haya naufragado y que, en consecuencia, haya que legalizar la producción de cocaína. En el período de Uribe los cultivos de coca se redujeron un 63% hasta bajar a 63.000 hectáreas y la producción de cocaína cayó a 424 toneladas. De hecho, en los tres primeros años de Santos, en los que se mantuvo la estrategia, el área sembrada cayó a 48.000 has y la producción bajó a 290 toneladas. Colombia dejó de ocupar el deshonroso primer lugar en producción.
Las mejoras, que habían sido sustantivas, se detuvieron a partir a partir del inicio de los diálogos de Santos con las Farc y tuvieron un punto de inflexión con el pacto sobre narcotráfico firmado entre ellos en el 2014 y que hizo parte del acuerdo general con ese grupo. Contrario al discurso de los defensores del pacto, lo que sí ha sido un fracaso, lo demuestran inequívocamente las cifras, fue la nueva estrategia que ahí se acordó: para el 2017 la coca se había multiplicado hasta las 171.000 has. Con Duque se han conseguido mejores resultados, pero seguimos inundados. Esta semana, el Simci de Naciones Unidas ha anunciado que los narcocultivos cayeron un 7% en el 2020 y terminamos el año con 143.000 has. Todavía tenemos tres veces más narcocultivos que en el 2013.
Naciones Unidas ratifica que la coca se concentra cada día más en áreas de manejo especial, con un 29% en parques naturales, tierras de comunidades negras y, en especial, resguardos indígenas. No es gratuito: en esas áreas son aún mayores las restricciones para las actividades de erradicación.
Preocupa también que, en palabras del Simci, «desde hace cinco años se consolida una tendencia a la concentración de los cultivos de coca particularmente en zonas de frontera y en zonas geoestratégicas para el tráfico de cocaína” y que esta concentración tiende a consolidarse en enclaves productivos que, para el año pasado, contenían el 40,5 % de la coca.
Más grave aún, como ya había ocurrido en el 2019, la disminución del tamaño de los narcocultivos no vino acompañada con una caída en la producción de cocaína. Por el contrario, aumentó de 1.137 a 1.228 toneladas, un 8% más. Los narcocultivos son hoy mucho más productivos y se obtiene significativamente más cocaína por hectárea sembrada de coca. Los narcos necesitan mucho menos tierra para producir incluso aún más cocaína. Hoy se produce 4,25 veces más cocaína que antes de la firma del componente de narcotráfico con las Farc.
Ahora sí es posible decir que estamos perdiendo esta guerra. La nueva estrategia nos está llevando al desastre. Y si no la cambiamos las consecuencias serán aún más devastadoras.
Los narcocultivos siguen expandiéndose porque no se ha reanudado la aspersión aérea con glifosato; la erradicación manual es mucho más lenta, costosa y peligrosa (126 muertos y 664 gravemente lesionados hasta el 2019); el conflicto armado sigue vivo, los frentes de las Farc más directamente involucrados con el narcotráfico nunca se desmovilizaron (las «disidencias») y al menos un sector de la comandancia de las Farc, aunque formalmente desmovilizado, siguió involucrado en el negocio (los “reincidentes”); el Eln se volcó al negocio tras el acuerdo y los carteles siguen siendo poderosos; se mantiene la demanda externa de cocaína, está aumentando la interna (entre 2013 y 2017 el consumo de coca se duplicó en Colombia) y no hay campañas de salud pública para desestimular el consumo; el aumento del precio del dólar incentiva la exportación de coca y genera muchos más ingresos a los productores; y, lo más importante, el Estado no ha logrado estructurar una política integral contra el narcotráfico y se mantienen todos los incentivos perversos al narcotráfico que se establecieron en el acuerdo con las Farc.
La estrategia correcta debería atacar todos los componentes de la cadena de producción, no solo los narcocultivos, y, en particular, debe centrarse en golpear las estructuras financieras; recuperar la erradicación forzada y, más allá de las declaraciones, la fumigación aérea con glifosato; rediseñar las políticas de sustitución de cultivos y, sobre todo, reemplazar los subsidios directos a cultivadores por intervenciones estructurales que favorezcan la productividad general de la región; asegurar el control estatal del territorio y la respuesta coordinada para la provisión de bienes y servicios, desde justicia hasta infraestructura y educación. El control militar de área es necesario, pero claramente insuficiente; fortalecer los mecanismos de cooperación judicial internacional y la extradición; formular una política integral de salud pública contra la drogadicción; y, sin la menor duda, empoderar y fortalecer de nuevo la Fuerza Pública y desmontar los incentivos perversos del acuerdo con las Farc.
Como tienen consecuencias devastadoras en casi todos los ámbitos de la vida en sociedad, desde el medio ambiente, la salud pública y la lucha contra la corrupción, hasta la economía, el conflicto y la violencia, si no le rompemos el espinazo al narcotráfico el país queda condenado al fracaso. Ninguna lucha es más importante.
Rafael Nieto Loaiza