Las primeras reacciones de la crítica especializada después de que el colombiano Gabriel García Márquez hubiese dado a conocer su obra maestra, Cien Años de Soledad, se centró en la extraordinaria capacidad del escritor para describir ciertas situaciones que, a juicio de la gran mayoría de ellos, en especial de los europeos que cubrieron la feria del libro en Barcelona, no tenía otra explicación que la portentosa imaginación de su creador.
En efecto, el ascenso al cielo en cuerpo y alma de Remedios La Bella, la sorpresa descomunal de Aureliano Buendía cuando su padre, el primer José Arcadio, lo llevó a conocer el hielo, las artes de taumaturgo de Melquíades que hacía aparecer los objetos perdidos desde hacía años con la sola exhibición de un imán gigante, la aparición inverosímil de un galeón español en un campo florecido de amapolas cuando el fundador de la estirpe buscaba sus orígenes en la primera excursión fallida, la manera como el párroco del pueblo levitaba en el instante mismo en que pronunciaba el sermón de los domingos en la iglesia, la manera como la sangre corrió por las calles de Macondo mientras desafiaba el principio universal de la gravedad, después del asesinato de uno de los muchos descendientes de la zaga, la nube de mariposas amarillas que acompañaba a Mauricio Babilonia en sus visitas furtivas a la casa de los Buendía; son apenas tímidas muestras de esa especie de catálogo de hechos casi imposibles, narrados por la pluma febril de quien, con el paso de los años, se convertiría en el único escritor colombiano premiado con el nobel de literatura por la academia sueca.
Sin embargo, el mismo autor de la novela diría años más tarde que todo cuanto aparece narrado en su obra fueron hechos reales que él se limitaba a contar como lo hacía su propia abuela en el patio de las begonias. García Márquez es, con Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa o Julio Cortázar, el símbolo de lo que en su momento se llamó el boom de la narrativa hispanoamericana. Las novelas u obras más importantes de aquel autor se caracterizan, como las de sus colegas del continente, por ser narradas con un lenguaje pletórico de una libertad imposible de entender con facilidad para los académicos. Quienes conocen el mundo, casi salvaje, casi virgen, del continente americano, saben de las magnitudes colosales de ese universo mágico.
En ese orden de ideas, el autor de Cien Años de Soledad, no hizo otra cosa distinta que narrar, con la colaboración de su memoria, la realidad tal como era descrita por sus antepasados. Cualquiera que visite uno de los muchos pueblos de la inmensa llanura del caribe, se encontrará con mitos de un estilo parecido, en el cual la imaginación del escritor, sin importar cuál sea, se confunde con el imaginario religioso o político de la sociedad patriarcal que caracteriza a estas comunidades.
Idy Bermúdez Daza