Séame permitido expresar de antemano y con todos ustedes un efusivo repudio contra los actos de violencia que vienen ensangrentando el país en tiempos recientes, conducidos de manera indiscriminada contra la población civil y de manera alevosa y mal intencionada contra personas que sólo tratan de cumplir de manera noble y responsable con sus propósitos e ideales de vida. Estas palabras para abrazar desde nuestro humilde rincón de escritor a las familias de las víctimas de los atentados recientes en Cali, las familias y pueblos de los líderes sociales asesinados en el Cauca y Nariño, a los pueblos del Catatumbo, de Antioquia y del Chocó, y todos aquellos hermanos de Nación que sufren el flagelo de la violencia, pero de modo muy particular a Miguel Uribe Turbay, su mujer y su familia.
No deberíamos estar preocupados pensando que hayamos de regresar a aquellos tiempos aciagos de los años noventa en los que nuestra sociedad estuvo dolorosamente sometida a los caprichos y arranques de ira de despreciables seres que optaron por el recrudecimiento de una guerra absurda entre hermanos, como es la que nos agobia desde hace décadas, mientras toma impulso el deplorable oficio de enriquecerse con los beneficios del narcotráfico y la minería ilegal. Fueron tiempos infames de angustia que dejaron en todos nosotros demasiadas heridas y que no debían repetirse, por el simple hecho de haberlos vivido con plena consciencia de la destrucción y el dolor que representó para todos y cada uno de nosotros. Fueron, en efecto, tiempos que no deberían volver, si es que acaso podemos darnos cuenta de la ruina y el atraso que acarreó en nuestras instituciones, en nuestras empresas, en nuestras familias y en casi todo lo que podemos considerar valioso de nuestra cultura y de nuestra forma de ser. Fueron tiempos que perforaron nuestro espíritu, nos desarmaron en nuestras aspiraciones y propósitos de grandeza, nos dejaron desorientados en nuestro noble propósito de construir y acobardados en nuestro propósito de trabajar por un país mejor, más libre, más digno. Y sucedió que, en medio de ese caos, de esa nueva norma de vida llena de rencor y recelo que olvidó la sacralidad de la vida y la convirtió en objeto de cambio, nos fuimos transformando en una sociedad distinta, indolente, cruel, desprendida del compromiso con los demás y por los demás, una que perdió el sentido de la vida como Nación para dar paso a un conjunto informe de ciudadanos que caminan por ahí sin atesorar una visión de conjunto y dedicada a lo puramente individual, sin consideración de principios y sin el respeto por lo esencial: la vida, la libertad, la propiedad, la dignidad personal y la dignidad colectiva. Hoy somos una sociedad que persigue desaforadamente el enriquecimiento ilícito, el dinero fácil, el usufructo criminal de los dineros públicos, las posiciones de poder, sin que medien para ello los méritos personales y la preparación del conocimiento.
Vivimos, pues, un tiempo en el que todo vale para llegar tan lejos como sea posible, sin importar a quién se atropella y quién queda tendido en el piso. Nos encontramos encandilados por un nuevo paradigma, el del mafioso, el del traqueto, el del bandido, el del delincuente “organizado”, que no es el de ser a todas luces gente de bien, sino el de llegar rápido a acumular lo máximo para “vivir bien”, lo cual nos deja frente al riesgo de introducir estados de guerra abierta y sin cuartel en la que se enfrentan todos contra todos, al estilo de lo que ya Hobbes tipificó en sus escritos cuando quiso hablar a la humanidad del “estado naturaleza” en el que los hombres luchan contra los demás hombres porque era esa la condición normal para poder reclamar y proteger lo que cada quién considera suyo. En tal condición de violencia generalizada y permanente justificaba Hobbes su propuesta de un Estado ultra poderoso que interviniese con plena autoridad en medio de condiciones de violencia generalizada.
Los tiempos presentes nos vienen dando ya repetidas alertas de situaciones de violencia generalizada que se está acomodando de nuevo en nuestras sociedades y comienza a naturalizarse como parte de nuestro día a día. Dicha patología social de una violencia naturalizada y tolerada, o acaso aceptada, ha de conducir al debilitamiento y consecuente exterminio de las sociedades como conjunto de personas capaces de componer un Estado y protegerlo, y de algún modo mejorarlo cada vez que es necesario, para poder mantener viva la intención de permanecer unida como Nación. Lo que está en juego aquí es la posibilidad de seguir siendo un país viable hacia el futuro.
Desde que cristalizó el Acuerdo de Paz de La Habana en el 2016, nos alcanzamos a ilusionar con la posibilidad real de que tantas expresiones de violencia terminarían y que el país volvería a vivir los tiempos maravillosos en los que en cada vereda, en cada rincón, en cada rancho amanecerían los días oliendo a café recién colado y arepas de maíz recién tostadas, pero no, no ha sido así porque, para desgracia de todos, se ha vuelto a sentir por todas partes el olor macabro de la pólvora y la sangre de tantas víctimas inocentes. El inconfundible hedor de la violencia.
Tendríamos aquí tres asuntos relevantes que hemos de mirar con cuidado para cerrar nuestro argumento:
- Una sociedad que se mantiene unida como Nación: ¿La tenemos? ¿Le vemos fortalecerse cada día? ¿Somos parte de ella? ¿Nos sentimos comprometidos con ella? ¿Trabajamos por ella? ¿Aportamos en la medida de nuestras capacidades?
- Una sociedad que protege su Estado y lo fortalece: ¿Lo hace? ¿Trabaja denodadamente para lograrlo? ¿Busca siempre aportar para su mejor y mejorado desempeño? ¿Cuida sus recursos? ¿Busca elegir siempre los mejores? ¿Mantiene su aparato institucional libre de corrupción y desorden?
- Una sociedad que ni naturaliza ni tolera la violencia. ¿Lo hace? ¿Actúa en contrario para erradicar los brotes de violencia? ¿Actúa en consecuencia?
Si las respuestas fueran sí, definitivamente sí, no cabría razón alguna para mostrarnos preocupados, pero tenemos la cruda y muy desagradable sensación de que las respuestas pueden ser no, y uno bastante grande. Si la situación se torna tal que ninguno de los postulados propuestos tiene un afirmativo convincente, tenemos certeza de la enormidad del desafío que enfrentamos como sociedad para los años que vienen.
Es en medio de este caldeado ambiente que se asoman en el horizonte las nuevas elecciones presidenciales, justamente en un tiempo en el que el país se encuentra sumido en el más desconcertante caos gubernamental y es presa de una penosa escalada de violencia. No podemos saber hoy con qué visión llegan las mujeres y hombres que pretenden ser elegidos para la Jefatura del Estado en el próximo 2026, pero el solo hecho que sean tantos y de tan variadas condiciones ya plantea un desafío para el país: ¿Cómo reconocer el mejor?
No ayuda mucho el que los partidos políticos hayan perdido de vista su razón de ser política y se hayan convertido en “camarillas de poder” agrupadas tras intereses meramente electorales. Son en realidad organizaciones condenadas al “ostracismo”, sin visión de país, sin argumento político, sin filosofía, sin escuela, sin semilleros, sin propuesta de identidad, sin colectivos sociales propios. Siendo, así las cosas, parecen más un club de élites burocráticas que un colectivo de personas inteligentes y comprometidas con ideales sociales y políticos que convoquen la participación de todos. Son partidos que no convencen, no atraen, no motivan hacia la movilización ciudadana en un verdadero proyecto de país, de allí que las gentes del común no quieran estar allí, no quieran saber nada de ellos, simplemente porque no se sienten identificadas. Todavía peor cuando se dan cuenta que se han convertido en “corporativos de familia” que operan lánguidamente bajo la égida de un “mandamás”.
¿Qué futuro político puede esperarse para un país que no tiene ni disfruta de una vida política plena y real? Sucede entonces que las gentes busquen otros caminos para cristalizar su necesidad espiritual de hacer parte de “algo” que llene sus expectativas sociales y pueda actuar en conjunto con los demás ciudadanos que coinciden, al menos para madurar en su interior la sensación de que disfruta de una vida que vale la pena. Sin embargo, a la hora de elegir para conformar un gobierno vienen los problemas. La realidad de hoy es que enfrenta el país a una verdadera fila – ¿quizás debía decir tropel, o avalancha? – de candidatos y candidatas que se sienten llamados a ejercer la Jefatura del Estado, con toda seguridad movidos por el genuino interés de corregir el desorden que ha provocado el “Gobierno del Cambio”, pero que poco pueden decir del panorama de crisis que enfrenta el país hoy: : i ) una severa crisis de Estado; ii) una complicadísima crisis fiscal; iii) una crisis económica general; iv) una crisis energética en ciernes; v) una amenaza geopolìtica en el vecindario; vi) una crisis total de la seguridad en las ciudades y territorios; vii) crisis en el sistema de Salud; viii) crisis en la educación pública; ix) crisis en la justicia, etc. Disculpen mis amigos lectores el orden de los factores.
La cuestión política que enfrentamos hoy es que no hay partidos debidamente estructurados que afirmen ser capaces y competentes para resolver el complejo panorama que presentamos, y que en tal virtud puede el país votar confiadamente por sus candidatos. Esa circunstancia ideal le ofrecería al país plena garantía de buen gobierno, pero no la hay, al menos hasta ahora, lo que se traduce en una inmensa incertidumbre para el elector. Esta es la razón por la cual quedamos abocados a salir a buscar candidato entre “el tropel”. Allí, en medio de la algarabía propia de un bazar, no parece posible que alguien se mueva de modo intrépido para hablarle al país de la forma como resolverá todos los problemas anunciados – ni mago que fuera- arriesgando en todo su nombre y posibilidades, así es que no habrá elementos para juzgar quién propone qué y quién puede ser el mejor. Las gentes en Colombia votarán, en triste consecuencia, como suelen votar desde siempre: no necesariamente por el mejor en la extensión total de la palabra, sino por el de sus preferencias y afectos, no importa si no es capaz y competente.
Puede ser que muchos de los “prospectos de la fila” sean capaces y competentes para ocupar el cargo, pero ¿cuántos de ellos y ellas tienen en su cabeza un verdadero proyecto de país? Si acaso representarán algún partido, aunque sepamos que los partidos ya no representan un proyecto de país, de modo que se representarán a sí mismos como “genios” que poseen algún “modelo salvador” que puede sacar el país de la encrucijada en que está.
¿Volverá a elegir el país un Presidente a ciegas, engañado por utopías ficticias y retóricas embaucadoras? Cada hombre o mujer que vote en Colombia tendrá la responsabilidad de decidir en beneficio de la Nación. No puede verse de otra forma y de verdad esperaríamos que sucediese de esa manera. La pobreza política de los partidos, convertidos ellos en maquinarias electoreras, ha conducido a una proliferación de pequeños feudos políticos encabezados por individuos que han puesto su nombre y sus ideas como recursos para fortalecer colectivos sociales – que no necesariamente partidos – A ese fenómeno perverso le llamamos “partidos unipersonales” que no tienen estructura y se llenan de fanáticos, de tal manera que su historia no ha de ser otra que la de su propio dueño.
Aun así, con todas estas complicaciones, llegada la hora de las elecciones hay que decidir entre multitud de candidatos de toda talla, lo que nos lleva de manera figurada a una situación parecida a la de los concursos de belleza, en los que todas las candidatas parecen iguales, todas son hermosas, todas merecen el título, pero hay que escoger una ganadora, y para hacerlo el jurado se va por los detalles superfluos: la elegancia de su atuendo, la salud del cabello, el color de los ojos, su altura, su voz, su sonrisa, pero nunca por su inteligencia y su capacidad de trabajo.
¡Así funcionan las cosas!!!
Que buen análisis! Hay que ver si quienes votamos, hemos aprendido la lección para elegir bien y no dejarnos embaucar por las palabras del culebrero!