LA CAMISA DEL COLOMBIANO INFELIZ

De un breve cuento de Tolstoi, fruto de la genialidad propia del conde, podemos inferir muchas lecciones sobre la vida: Érase una vez un zar enfermo, muy enfermo, cuyos médicos determinaron que su único remedio de salvación consistía en vestir la camisa del hombre feliz. Las búsquedas, al principio infructuosas aun recorriendo vastas regiones del territorio, lograron por fin dar con ese hombre, lleno de felicidad, salud y amor. Pero la tristeza llenó de desconsuelo al regente, pues el hombre feliz no usaba camisa.

Es la humanidad en un cuento. Es el contraste del hombre en su designio de soportar carencias y desgracias, pendiente de salir de sus dificultades con la solución que favorece a otros, con la camisa ajena.

A todos, en todas partes, nos sucede tal cosa. También nos pasa que, al volverse imposible vestirnos de felicidad, usamos la ropa de la amargura, la envidia, la descalificación y la discordia. Terminamos pues, con las camisas de la infelicidad.

Trasladar estas lecciones de Tolstoi al ámbito colectivo no deja perplejo a nadie. Con el siglo, ha crecido la insatisfacción general con la forma de administrar la relación entre la cosa pública y las necesidades de la gente. Las respuestas que los gobiernos les dan son insuficientes, en el tiempo de sus mandatos y bajo las condiciones de sus pueblos. No es precisamente el buen ejemplo de gestión el que abunda en las carreras de los jefes de gobierno, uno tras otro, cambio tras cambio. Las válvulas de la corrupción han dejado salir a chorros dineros públicos hacia destinos evidentes, con cantadas declaraciones de su andamiaje, y sin efectivos controles para taponar las filtraciones.

En muy dispares exigencias, la suma de lo propuesto para ganar las elecciones llega a unas dimensiones tan absurdas que su distancia con lo que finalmente se logra deja a todos convencidos de la necesidad de volver a girar hacia otro proponente, otro criterio político, al brazo de otro de los partidos que tanto compiten por el favor popular.

Pero los peores momentos los vemos cuando las ya de por sí difíciles gestiones de gobierno se acompasan con las partituras de izquierda, los libretos cuyo interés radica en acrecentar gastos del estado para paliar urgencias de la gente pobre, sin que en el fondo le solucionen de verdad sus problemas, pero buscando convencerlos de que un cheque al mes, sin fondos estables hacia futuro, les resuelve las duras circunstancias de la vida.

Así, los disfrazan con camisas infelices, que son harapos en últimas, sin buscarle aliento verdadero para sus oportunidades de empleo y desarrollo personal, familiar y profesional.

El engaño doloso a las comunidades debería ser punible, no solamente en las urnas. Eso de salir a decir que se resolverán todos los males a punta de sofismas para llenar la cabeza calenturienta de muchos debe ser un delito inexcarcelable. Es ponerle la camisa de la infelicidad a todos los miembros de nuestra ciudadanía.

Le quitan el entusiasmo al que produce o quiere incursionar en el sector empresarial. Le borran unos cuantos billones al recaudo tributario por cuanto no hay incremento de la producción nacional, ergo decae la renta gravable y el pago de impuestos indirectos. Le restan impulso hasta a sus propios objetivos de cambio, pues no logran, por ejemplo, el despegue de la energía alternativa eólica que no se producirá por falta de acuerdo comunitario. Solo aumenta la burocracia y el gasto improductivo. En eso son eficientes.

Lo más triste es que, aun vestidos con la camisa de la infelicidad, no vamos ni siquiera a poder plancharla, ya que se anuncia una deficiencia enorme en el suministro de energía para satisfacer la demanda nacional.

Como quien dice, apague y vámonos.

Con ese lastre de mal gobierno que arrastra la izquierda colombiana, aparecen en el escenario unas pocas propuestas serias que buscarían hacer de Colombia un buen vividero. Lo malo es que no las quieren oír. Y quien las oye lo hace no para entenderlas si no para criticarlas.

Existe entre nosotros el Club de los Descalificadores, profesionales en tachar todas las propuestas que no provengan de sus allegados favoritos. Pontifican sobre el derecho divino de su patriarca a imponer rutas de elección y selección, sin concordia con pensamientos similares, por la razón de que su egoísmo no los deja tener claro su propio pensamiento. Dificultan las aproximaciones entre personas del mismo lado intelectual y político, con antipatía por las bondades de las ideas creativas. Les asalta el temor de que surja un eventual aglutinador de opiniones que no esté sujeto al yugo de sus estructuras, desgastadas por la realidad que nos llevó a perder el poder hace dos años.

Al que se atreve a dejar sobre el tapete unos derroteros de progreso lo muelen a palos de envidia y animadversión. Nadie puede descollar sin la aquiescencia de su amo. Los nombres sobran. Cuando los hechos son evidentes, las alusiones personales son inútiles.

Y los contendores se ríen. Conocen la proclividad al fraccionamiento de los movimientos que tradicionalmente han representado a la derecha en el país.

Y si antes era la izquierda la que tenía que abrirse pasos hacia el poder a codazo limpio, ahora es la derecha la que debe buscar quien la abandere, así sea a empujones, con la distancia suficiente y prudente de los que aun piensan que pueden darse el lujo de señalar con el dedo a nuestro próximo presidente.

De lo contrario, seguiremos sin camisa, pero infelices.

Nelson R. Amaya

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