LA ESTABILIDAD COMO BIEN PUBLICO

El presidente de Colombia, pese a su formación como economista, parece haber desarrollado una profunda aversión por la estabilidad como bien público.  Ella, en la teoría económica, constituye un activo colectivo de libre acceso y uso múltiple que potencia la eficiencia de los mercados y la calidad institucional. Su ausencia genera incertidumbre, distorsiona los incentivos y limita la capacidad del Estado para cumplir sus funciones esenciales. La persistente preferencia por el equilibrio inestable desde el ejecutivo, ha producido un entorno de alta volatilidad política e institucional, incompatible con los principios de la racionalidad económica.

Los economistas consideran que la estabilidad es el pilar sobre el cual se erigen las tres funciones clásicas del Estado: la asignación eficiente de bienes y servicios, la redistribución de ingreso buscando equidad y la normalidad del ciclo económico. Estas funciones requieren ser previsibles en las decisiones públicas, coherencia normativa y continuidad institucional. Cuando las reglas cambian de manera constante o se tornan inciertas, los agentes económicos ajustan su comportamiento de forma defensiva, reducen su exposición al riesgo y se retraen de los procesos de inversión y cooperación. El resultado es una economía contraída, menor productividad e insatisfacción.

Desde la teoría se reconoce que la estabilidad no es sinónimo de rigidez, sino de confianza. Como advierte Daron Acemoğlu, Premio Nobel de ciencias económicas 2024, las instituciones inclusivas y estables son las que permiten el desarrollo sostenido, ya que generan un ecosistema donde las decisiones privadas y públicas se coordinan bajo reglas de juego compartidas.

En contraposición, los entornos de equilibrios inestables se caracterizan por la ausencia de reglas claras y por la improvisación política, que tienden a sustituir la planificación por la reacción coyuntural. Este tipo de contexto, como el que hoy enfrenta Colombia, limita la efectividad de las políticas públicas y deteriora la calidad del gasto, es decir, bloquea al mismo Estado.

La planificación económica, más que una herramienta ideológica, constituye un instrumento técnico de racionalización del Estado. Surgida en los sistemas socialistas pero perfeccionada en las economías mixtas, la planificación garantiza la asignación eficiente de recursos y la reducción de la incertidumbre intertemporal.

En un contexto institucional estable, los planes permiten proyectar metas, medir resultados y coordinar esfuerzos entre niveles de gobierno. La planificación, por tanto, es una fuente directa de estabilidad y una condición para que el Estado cumpla su rol como corrector de las fallas del mercado.

El equilibrio inestable, caracterizado por la rotación ministerial, la volatilidad de las políticas y la falta de continuidad programática, ha venido afectando de manera crítica la eficiencia del aparato gubernamental. El reemplazo constante de ministros, cercano a sesenta y dos en tres años, no solo simboliza la inestabilidad política, sino que interrumpe la ejecución de los programas, reduce la capacidad de aprendizaje institucional, debilita la credibilidad del Estado frente a la sociedad y los mercados.

La incertidumbre generada por estas prácticas tiene efectos tangibles sobre el desempeño económico. La economía muestra que la inestabilidad institucional reduce la inversión privada, aumenta las primas de riesgo y desacelera el crecimiento potencial. La inestabilidad, además, desincentiva la cooperación intergubernamental, lo que agrava las desigualdades territoriales y obstaculiza la implementación de políticas redistributivas.

En contraste, la estabilidad institucional y de políticas públicas genera externalidades positivas en todos los niveles de la economía. Los agentes pueden realizar cálculos de largo plazo, las inversiones en capital físico y humano se expanden y la productividad agregada aumenta. La estabilidad fomenta la credibilidad de la política económica y facilita la coordinación intersectorial. En términos de bienestar, promueve un entorno de seguridad jurídica y económica que fortalece la cohesión social y la confianza.

Por lo que hemos visto hasta ahora el presidente muestra una propensión deliberada hacia un modelo de gobernanza basada en la contingencia. En lugar de ejercer la estabilidad como principio de gestión, parece optar por la experimentación permanente, donde las decisiones se toman bajo presión mediática o política. Este enfoque reactivo erosiona los cimientos de la gobernabilidad y produce lo que la teoría de sistemas denomina un estado de desequilibrio dinámico.

La estabilidad no limita las transformaciones; al contrario, potencia las reformas estructurales. Los países que avanzan hacia modelos de desarrollo inclusivo y sostenible lo hacen sobre la base de instituciones estables, no sobre la volatilidad. La estabilidad permite cambios ordenados, la eficiencia distributiva y la legitimidad de la política pública.

Resulta preocupante, que siendo el presidente economista, consciente de la naturaleza estratégica de la estabilidad como bien público y que se obliga a garantizar, actúe en sentido contrario. Transita la ruta del equilibrio inestable en la gestión, generando un entorno de entropía política y económica que desvirtúa los objetivos del Plan Nacional de Desarrollo y debilita el tejido institucional.

La estabilidad no es un fin en sí misma, sino la condición estructural que permite el desarrollo sostenido, la justicia distributiva y la eficacia del Estado moderno. Cuando un país la abandona, no solo compromete su futuro, sino que erosiona el pacto de confianza entre Estado y sociedad, desdibuja la racionalidad económica y convierte la política pública en un ejercicio de improvisación. Sin estabilidad, la prosperidad se desvanece y las reformas propuestas por más buenas que sean, pierden su capacidad de orientar el destino colectivo con coherencia y credibilidad.

 

Cesar Arismendi Morales

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