LA MICROECONOMÍA DEL SALARIO MÍNIMO

Como economista, el presidente Petro seguramente entiende las implicaciones de aumentar el salario mínimo de manera discrecional. Su reciente anuncio de elevar la remuneración mínima mensual a $1.800.000, justo en medio de un contexto político-electoral, ha generado expectativas entre los trabajadores y abrió un debate académico sobre si esta medida es realmente conveniente. Esta decisión plantea dudas tanto sobre su legalidad como sobre la solidez técnica de un cambio de tal magnitud.

Los principios básicos de la microeconomía enseñan que el salario, como precio del trabajo, debe estar estrechamente relacionado con la productividad marginal del trabajador. Ignorar esta conexión fundamental puede distorsionar el mercado laboral y alterar el equilibrio de los costos para las empresas, lo que a su vez afecta la estabilidad del empleo formal.

La productividad marginal se refiere al aumento en la producción total que se logra al añadir una unidad más de trabajo, manteniendo constantes los demás factores. Por lo tanto, un aumento en el salario solo es sostenible si la productividad marginal del trabajador se alinea, al menos, con su costo. Elevar el salario mínimo sin un crecimiento proporcional en la productividad crea un umbral artificialmente alto, encareciendo la contratación de trabajadores menos calificados y dificultando el acceso al empleo formal.

La ley de la productividad marginal decreciente determina que aumentar el uso del trabajo sin fortalecer el capital o la tecnología puede reducir la eficiencia. En un país como Colombia, donde la productividad crece lentamente, un aumento salarial abrupto sin una estrategia sólida de modernización productiva se convierte en una decisión más política que técnica, por su incidencia en los resultados electorales.  Frente a ello, las empresas presionadas por los mayores costos, suelen responder reduciendo su nómina o reemplazando el trabajo humano por capital, lo que acelera la automatización.

El marco legal en Colombia establece que el salario mínimo debe ser establecido a través de un acuerdo entre trabajadores, empresarios y el Estado, teniendo en cuenta factores como el Índice de Precios al Consumidor (IPC), la meta de inflación y la productividad laboral. Ignorar estos elementos y el principio de concertación puede debilitar la institucionalidad económica, que es fundamental para brindar previsibilidad y confianza a la inversión privada, algo esencial para mantener el crecimiento a largo plazo.

Si comparamos a nivel regional, un salario mínimo de $1.800.000 colocaría a Colombia entre los países con el mayor costo laboral en relación a su PIB per cápita. Esto podría disminuir la competitividad de las exportaciones y hacer que la Inversión Extranjera Directa (IED) se dirija a economías donde los costos laborales están más en sintonía con los niveles de productividad.

Las consecuencias inmediatas incluirían un aumento general en los costos laborales, lo que impactaría directamente en los márgenes de utilidad. Las micro y pequeñas empresas, que son responsables de una gran parte del empleo en Colombia y tienen menos capacidad financiera, serían las más perjudicadas. Muchas de ellas se verían obligadas a reducir su personal o incluso a cerrar, lo que resultaría en una disminución del empleo formal.

Curiosamente, un salario mínimo excesivamente alto puede fomentar la informalidad. Al aumentar el costo de la contratación legal, los trabajadores con baja productividad quedan fuera del mercado formal y se ven obligados a buscar empleo en la economía informal, donde no cuentan con garantías laborales ni protección social. Este fenómeno agrava la desigualdad y debilita los sistemas de seguridad social que se intentan fortalecer.

El aumento salarial, al inyectar más dinero en la economía, incrementa de inmediato la demanda agregada. Si la oferta y la productividad no crecen al mismo ritmo, se generan presiones en los precios de los bienes, conocidas como inflación de demanda. En ese momento el Banco de la República tendrá que revisar si eleva la tasa de interés, generando un efecto adicional a la contracción de la inversión privada y al gasto de los hogares.

Las empresas, al enfrentar el incremento en los costos laborales, trasladarán parte de ese aumento a los consumidores. Este fenómeno provoca un efecto dominó que encarece los demás bienes y servicios básicos. Al final, esto resulta en una pérdida del poder adquisitivo que anula el beneficio del aumento salarial, afectando tanto a trabajadores como a pensionados.

El objetivo de mejorar la calidad de vida de los trabajadores es completamente legítimo y deseable desde un punto de vista social. Sin embargo, la sostenibilidad económica requiere un equilibrio entre el costo del trabajo y la capacidad productiva del país. Un aumento arbitrario del salario mínimo, sin tener en cuenta la productividad y el diálogo institucional, podría generar inestabilidad, elevar los precios y agravar el desempleo. Así, una medida diseñada para mejorar el bienestar social podría acabar debilitando los mismos cimientos que intenta proteger.

 

Cesar Arismendi Morales

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