LA PARÁBOLA DEL PADRE PRÓDIGO

En calzas prietas se hubiera visto Jesús, El grande, si su presencia se hubiera dado por estos lares y en estos tiempos, para buscar por la vía de sus parábolas, las simbologías más importantes de la historia, una forma de enseñar sobre el buen comportamiento humano.

Las dudas son obvias. Como la vida es recurrente en el desvío de los hijos frente a las enseñanzas paternas, el Pastor nos dijo que la realidad debería llevar al arrepentimiento por el derroche y la ausencia de moderación en el diario andar filial. Pero caso aparte, muy aparte, es el de Colombia por estos días. Se invierten los papeles del desorden y la ligereza. Y es el padre en esta ocasión, quien acude a un descontrolado gasto, sin medir las consecuencias ni contar con la mesura que una vez caracterizara la paternidad ejemplarizante.

La vocación de despilfarro del dinero público forma parte de la agenda dogmática del actual gobierno. En todos los ámbitos de su actividad gubernamental, lo evidente es el pretendido ilusorio de llevar a cada persona, cual padre pródigo, lo que no es posible entregar sin la necesaria quiebra del estado.

Abundan los ejemplos, diáfanos, sobre dicho imaginario. A cada rato profiere el mandatario colombiano pronunciamientos que anidaron en el sueño ortodoxo de la izquierda, enemiga de la libre empresa y de la capacidad de autodeterminación individual. Cuando se encontraba absorto, idealizando cómo devolver a las clases populares aquello que les robaron los empresarios, escribía decretos en la pared de la revolución, subrayaba las partes más insidiosas relativas al desquite, el momento en el cual, en llegando al poder, lograría que la primacía del destino del dinero público fuera la retribución a los desprotegidos, para que al fin el estado pudiera justificar su existencia, como si nunca nadie hubiera pretendido esa justicia social. La fórmula del equilibrio fiscal entre ingresos y egresos es una simple ausencia de imaginación. El estado nunca quiebra. Basta con acudir a mayores impuestos para nutrir las arcas públicas y ya. Los márgenes, la rentabilidad que ahoga al consumidor, deberán por acto de acatamiento a la orden presidencial, reducirse a sus mínimas proporciones, suficientes para el modesto vivir del emprendedor y la subsistencia de sus organizaciones, todas cargadas con el lastre del abuso secular que raya en la estafa al consumidor. Todo lo anterior, por supuesto, entre las comillas del discurso patético de la alucinación presidencial.

Al borde de la insanidad, ha gritado con énfasis iletrado las ponderaciones imposibles sobre las condiciones de mercado de arriendos, tarifas de servicios públicos y alimentos, cuyos precios deberán ahora pasar por el tamizaje del criterio supremo del gobernante, quien, en su inmensa sabiduría, determinará si sus incrementos son adecuados, justos, tolerables o, por el contrario, abusivos, ambiciosos y atentatorios de la justicia social, ya casi convertida en divina, en la voz delirante de Petro.

El padre pródigo, derrochador, con el prurito de hacer llegar beneficios sociales a diestra y siniestra, le carga cada día un nuevo subsidio a la reforma tributaria aprobada recientemente, a punto de estallar de tanta ocurrencia manirrota. No cabe tanta carga social en un país que mira con asombro como desde el gobierno ven con enemistad los productos que más ingresos fiscales generan, por el desueto ánimo de hacer valer las teorías de la izquierda fracasadas en tantos horizontes.

No le basta el despilfarro fiscal en el que nos está hundiendo Petro. Evidencia otro igual de grave: aquel que prohíja la laxitud sancionatoria con los delincuentes, en claro desconocimiento de los fundamentos del estado de derecho y de la concepción de los delitos y las penas. Mientras con la profusión de subsidios sin financiación responsable atenta contra nuestra supervivencia económica, con la alteración del sistema penal para favorecer a sus amigos comprobadamente criminales afecta las raíces de la existencia del estado.

Que Jesús, El más grande, nos enseñe de nuevo las virtudes de la moderación y la prudencia, para que sus parábolas se adecuen al momento y puedan llegar al destinatario ensoberbecido que nos precipita a una debacle. ¿Será mucho pedir? Aun cuando el destino, más que ciego, es sordo.

Nelson R. Amaya

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