Ortega y Gasset, en su ensayo sobre “La España invertebrada”, planteaba que, frente a las dinámicas que empujan la desintegración, se requiere una “incorporación” en la que “…la fuerza tiene carácter adjetivo. La potencia verdaderamente substancial que impulsa el proceso es siempre un dogma nacional, un proyecto sugestivo de vida en común”.
En Colombia hemos hecho lo contrario. La fuerza de las armas, necesaria pero adjetiva, ha sido “sustantiva” para zanjar las diferencias y, por ello, hemos vivido una violencia continua y destructiva, no solo en lo económico, sino en la afectación de la conciencia colectiva, pues aprendimos a vivir en “modo escepticismo” frente a las soluciones y en “modo desesperanza” frente al futuro.
En esta historia de violencia hemos tenido, sin embargo, destellos de esperanza. El más significativo en 1990, cuando el pragmatismo de Barco permitió desmovilizar al M-19; con indulto, más realista que la costosa justicia restaurativa, y con participación política no regalada. El “eme” logró 19 curules, fue protagonista en la Constituyente del 91 y, hoy, uno de los suyos es presidente de Colombia.
Con las Farc se intentó desde Betancur en La Uribe, pero la falta de voluntad no permitió resultados. Tendría que llegar un gobierno con una noción equívoca de paz, para firmar un pomposo Acuerdo que terminó en promesa de valor incumplida.
Fue un proceso de negociaciones secretas y luego públicas por presión de los medios, pero siempre a espaldas del país. Se dijeron mentiras (no se negociará el modelo de desarrollo y se negoció el desarrollo rural), se transaron apoyos y se violentaron instituciones, con la voluntad popular en primer lugar, seguida de la dignidad del Congreso en el “fast track”, y la justicia plegada a esa euforia mediática que, de paso, fracturó el país entre amigos y enemigos de la paz.
Hoy inicia una nueva negociación con el ELN y, sin que ello justifique su violencia, percibo rescoldos de “idealismo” hacia una verdadera transformación social, lo que facilita una negociación que fue promesa de campaña y hoy avanza de cara al país, con una delegación gubernamental que no es coro de aplausos, sino combinación de voces -militares, periodistas y hasta líderes gremiales no afines al gobierno- con la buena fe como factor común.
El país se mueve entre el escepticismo y lo que le queda de esperanza; por ello vuelvo a Ortega y Gasset y su “dogma nacional” capaz de unir a los pueblos, porque “Un pueblo vive de lo mismo que le dio la vida: la aspiración (…). Solo grandes, audaces empresas despiertan los profundos instintos vitales de las masas”.
¿Cómo despertar esos instintos vitales?, ¿cómo entusiasmar al país?, ¿cómo sumar esperanzados y restar escépticos a la ecuación de la paz? Ese es el reto, porque no hay más grande ni más audaz empresa…, que la paz.
José Félix Lafaurie Rivera