Se ha puesto de moda hablar de “polarización” para describir la tensa situación política y social que se vive en Colombia, y se ha hecho común que cualquiera se refiera al fenómeno como algo bien conocido, aunque es necesario reconocer que no todos entienden de qué trata en el fondo. El caso está en que, para aventurar explicaciones sobre lo que está sucediendo en la política, o en la vida de nuestras ciudades y territorios, se acude a la supuesta polarización como motor principal de las desavenencias y desacuerdos que pueden ser conducentes a expresiones graves de violencias de diverso orden, sea en el terreno de lo político como en la rutina social. Podría afirmarse que el país padece un mal que le destroza por dentro y que no se sabe de dónde proviene y que tal vez muy pocos entienden. Sería como sufrir una enfermedad que conduce a la muerte sin que la persona tenga la más mínima idea de lo que le sucede.
No hemos terminado de entender si la “pandemia” de la polarización está relacionada con efectos imputables a tantos y tantos años de desacuerdo político y la falta de acierto de los sucesivos gobiernos, lo cual puede haber conducido a que la sociedad, sin percatarse de ello, resulte abocada a tomar posiciones extremas con respecto a lo que decide pensar, aunque no necesariamente por su propia iniciativa, sino inducida por cada postura y planteamiento expresado en público por tal bandada de personajes que, sintiéndose ellos con el mérito suficiente, o abrogándose el derecho de hablar por los demás, salen a establecer doctrinas y postulados que dividen y establecen distancias. Como resultado, aquellos que escuchan sentirán el deseo e inclinación a tomar posición frente a uno u otro pensamiento que se toma como “verdad”, lo cual conduce a la separación de masas sociales que adoptan actitudes y conductas que se reflejan en actos perfectamente diferenciables y reconocibles. Ante tal circunstancia, es dado pensar que las sociedades afectadas por un “efecto de polarización” suelen “radicalizarse” en la medida en que se amplían las distancias entre posturas y se alejan las posibilidades de concertación y diálogo. Sería entonces el caso de sociedades atravesadas por brechas de pensamiento que no han sido tratadas y que, en consecuencia, se fracturan, se erosionan, se destruyen.
Nadie afirmará que la polarización es un fenómeno de ahora. Se puede revisar con cuidado la trayectoria republicana del país para encontrar con pena, o acaso con algo de vergüenza, que desde los primeros albores de la República las ideologías radicalizadas, o tal vez la falta de capacidad de diálogo, o de repente la ignorancia política, fueron la causa de profundos desacuerdos que nos lanzaron sin remedio a los campos de batalla. Los tiempos de “Patria Boba” se vivieron por la simple y cruda razón de que las personas que tomaron las decisiones en nombre e interés del país, no supieron hallar el camino racional del diálogo y la concertación en interés público y tomaron en cambio el camino de las armas. En esa guachafita fratricida nos sorprendió Pablo Morillo en 1812, y solo la evidencia de la amenaza mayor de la reconquista pudo apaciguar los ánimos de los enfrentados y obligarles a trabajar unidos.
Podríamos afirmar hoy, sólo a título de hipótesis, que son – y han sido- los partidos políticos un factor definitivo en las dinámicas de polarización. El problema sobreviene cuando, por circunstancias de muy variado orden, los partidos dejan de lado su visión de sí mismos como colectivos sociales que se aglutinan en torno a ideales y propósitos dados, que deben ser por principio reconocidos y aceptados por los adherentes como colectivo social, y toma en cambio la visión personalizada y acaso desdibujada de alguno de sus líderes, – agreguemos aquí si se trata de caudillos, o cabecillas, o jefes naturales- para terminar imponiendo líneas de pensamiento que no responden del todo al sentir colectivo pero que todos deben obedecer – que no es lo mismo que profesar -. De tal situación se llega a la posibilidad de que sea ese “alineamiento” al interior de los partidos políticos en torno a posturas extremas y divorciadas entre sí, tanto como hablar de “derecha” y de “izquierda”, la razón principal de la polarización ideológica y, en consecuencia, del enfrentamiento político, con alguna frecuencia llevado hasta el extremo de la guerra. Nótese entonces que detrás de la polarización y todos sus efectos de violencia se halla siempre un discurso extremo que obedece a “idearios” que impone alguien que se muestra con suficiente poder para influir en el pensamiento de quienes le siguen. Ese personaje, casi siempre, sucumbe a sus propios impulsos de vanidad y megalomanía, y no repara, por supuesto, en el daño que causa cuando lanza declaraciones en contra de sus opositores para despertar en ellos temor, pero sobre todo para generar en sus seguidores euforia colectiva que, por norma general, termina en desorden, violencia y víctimas.
Lo importante aquí es reconocer el peligro que representa la polarización como arma de ataque, pero más allá, los efectos de violencia que pueden estar implícitos en cada escenario de confrontación, sea ésta ideológica o real. El siglo XIX estuvo caracterizado por el enfrentamiento político entre “liberales” y “conservadores”, y a causa de tal desacuerdo radicalizado, el país terminó involucrado en una tenebrosa secuencia de guerras civiles con abultado inventario de víctimas[i]. La constante de conflicto fue la lucha por la libertad y el acceso democrático al poder, la defensa de la autonomía regional y la cuestión de la tierra. Quizás exista una razón parecida para entender que más de la mitad del siglo XX y lo que llevamos del XXI se haya visto afectado por el sonido de fusiles y cañones, el terrorismo y la violencia, en un conflicto interno mal definido entre colombianos alzados en armas y el Estado. Una repetición del modelo de guerra que vivió el país en el siglo XIX y que se caracterizó por el enfrentamiento entre las regiones y el gobierno central.
Esta realidad histórica nos permite entrar en un terreno un poco más profundo, porque hemos de entender que, aparte de los ideales que los partidos inculcan en sus seguidores, hay sentimientos inspirados por los propios líderes – y aquellos caudillos, cabecillas y jefes naturales – que terminan acentuando la condición ya exaltada de sus seguidores y promueven manifestaciones de un fanatismo exagerado que van casi siempre acompañados de actos de hostilidad hacia quienes se consideran contrarios. De allí deriva el sentimiento de que quienes no comparten la visión del líder “son enemigos” y deben ser aniquilados. Por tanto, ya no se trata necesaria y únicamente de un distanciamiento político fundado en ideologías, sino en una ruptura práctica aupada en las emociones, esas mismas que se desatan cada vez que se convoca a una protesta popular, o a una marcha, o a las famosas mingas de las comunidades indígenas. En los sentimientos y las emociones está el combustible que enciende la braza ardiente cada vez que se alza la voz en el balcón de la plaza.
En cualquier caso, la amalgama de ideologías y sentimientos será siempre el factor principal de diferenciación. No estamos condenados ni a pensar ni sentir todos de la misma manera, porque está por encima de ello nuestra libertad personal y el libre albedrío, pero las ideologías, una vez se convierten en un escenario de coincidencia entre muchos, se erigen como patrimonio colectivo. No obstante, así la coincidencia de pensamientos y postulados sirva para consolidar colectivos sociales, y acaso partidos políticos como expresión real de un “pensamiento colectivo”, no hay razón válida para que un colectivo cualquiera pretenda imponerse por encima de otros con fundamento en “lo que tiene pensado” y “lo que tiene definido”, porque ello contradice el principio esencial de libertad de pensamiento que aplica igual para personas como para colectivos sociales. Siendo así, la diferencia de pensamiento no debería ser motivo de polarización ideológica, aunque sí lo es en la práctica cada vez que determinado partido político se apalanca en ideologías para abrirse camino en la ruta de Gobierno, y aún peor, aplica ideologías en asuntos de gobierno que afectan la vida de las personas: como el pagar más o menos impuestos; el garantizar más o menos valores públicos y factores de bienestar social; el favorecer la vida en tal o cual condición; el defender tal o cual estrategia de desarrollo; el imponer tal o cual modelo económico, etc. En medio de esa dinámica, el partido que ejecuta la acción de Gobierno alegará siempre que sus actuaciones son buenas y necesarias, mientras que los opositores gritarán que es mala, siendo así que se podrá profundizar el desacuerdo y aumentará la polarización. ¿Hasta cuándo? Hasta el momento en que unos y otros decidan sentarse a calcular de modo serio y responsable los verdaderos alcances de las medidas de gobierno y los efectos reales en la vida y la economía de las personas, pera dimensionar, ahora sí, la verdadera dimensión de las diferencias y plantear mecanismos de acercamiento. Sería de ese modo que algo tan vital como la acción de gobierno se mantuviese libre de todo enfoque ideológico para que deje de ser motivo de desacuerdo, disputa y enfrentamiento estéril. Este paso probablemente ayude a que los partidos de izquierda no se muevan más hacia la “izquierda” y los partidos de derecha tampoco lo hagan más hacia la “derecha”.
Los partidos vienen perdiendo de forma acelerada la favorabilidad frente al público votante, por esa razón los favores se dirigen más hacia los líderes que hacen cabeza visible, explicación ésta que sirve para entender vocablos como “uribismo” – “petrismo” – “santismo”, que han hecho carrera en el país. Y no es necesariamente porque alguno de ellos haya hecho un planteamiento ideológico destacable que obligue a hacer reconocimientos, sino que, por su actitud y manera de desempeñarse en la política, han dejado una impronta que les coloca a la cabeza de sus colectividades de modo tal que nadie les discute su liderazgo. Los seguidores se hacen reconocer con Uribe, o con Petro, o con Santos, o con algún otro destacable de otros partidos y movimientos, por el sólo hecho de ser uno de ellos el hombre o la mujer de su preferencia, pero nunca porque hayan escuchado o leído acerca de sus ideologías, o siquiera se hayan ocupado de conocer lo que dice ese partido de la forma como consideran que se debe conducir el país. En resumen, se sigue la senda del líder por lealtad emocional, no por convicción ideológica.
La colocación hacia los extremos ideológicos dificulta, además, la percepción de los votantes más racionales. Claro, las posiciones extremas parecen limitar las posibilidades: el capitalismo a la derecha y el socialismo a la izquierda, sin que medien posiciones intermedias que dejen ver algunas luces de acercamiento, lo cual representa una patología que se atreve a desprestigiar alternativas políticas a medio camino entre los dos extremos, como negando la posibilidad de “terceras vías”. ¿Cuál puede ser el problema para encontrar formas de gobierno consensuados que tomen lo mejor de cada extremo y hagan una gestión equilibrada en beneficio de las totalidades poblacionales? La polarización extrema, como vicio de interpretación, impide ver esa opción con buenos ojos y la combate, todo porque no está ni en un lado ni en otro. Tremenda equivocación la de una sociedad que no ve con claridad que las opciones mediales permiten generar alternativas de gobierno alejadas de ideologías extremas. Al no caer en la polarización extrema, las opciones alternativas avanzan por una vía en la que se puede llegar a todos en plena garantía de sus Derechos individuales y colectivos, libres de cualquier estado de confrontación y conflicto.
La polarización, de otra parte, impide observar los territorios con la objetividad necesaria, porque existe siempre el riesgo de colocar por encima algún referente ideológico que enturbie la imparcialidad en la gestión de gobierno. Estigmatizar territorios es condenarlos al desequilibrio de oportunidades, lo cual puede convertirse en motivo de tratamiento inequitativo y atraso. La relación con los territorios en la gestión de gobierno exige los más altos niveles de compromiso con las comunidades locales, lo cual ha de ser una garantía para apalancar el desarrollo y consolidar los estadios de Paz. No puede haber, por consiguiente, el menor atisbo de polaridad en el tratamiento de los asuntos territoriales y locales, sino al contrario, el mayor número posible de acciones afirmativas que contribuyan a superar el rezago.
Las posiciones extremas polarizantes tienen también efectos negativos en el ecosistema parlamentario. Si los partidos se blindan en torno a determinadas posturas de los contrincantes, o adoptan posiciones de bloque para hacer contrapeso a los “adversarios”, o tal vez se movilizan en “efecto bancada” para defender posturas que son inaceptables para los adversarios políticos, la posibilidad de llegar a acuerdos parlamentarios en defensa de iniciativas de interés nacional decae profundamente. No habrá mucho futuro para iniciativas legislativas que no estén consensuadas con algún grado de seguridad, tema que afecta potencialmente la gestión de Gobierno. Todo ello es previsible si la polarización “infecta” el Congreso. No se puede ocultar el mal que supone el comportamiento agresivo de los partidos frente a la tarea legislativa y la confrontación con el Ejecutivo, llegando a situaciones de bloqueo que pueden paralizar el Estado: Esa pandemia de la polarización puede convertir los partidos políticos en maquinarias de combate que ya no prestan atención a la tarea para la cual han sido elegidos. A este vicio se lo conoce con el nombre de “sectarismo”, en tanto los partidos y sus miembros se muestran intolerantes frente a postulados divergentes a los suyos y descalifican cualquier postura contraria.
Se puede “des-polarizar” la política, comenzando por evitar el uso de juicios basados en estereotipos o esquemas preconcebidos que probablemente no son del todo ciertos, para que toda iniciativa política sea vista desde sus propios valores, medidos de manera amplia y competente, y no desde una mirada sesgada sobre el proponente. Se requiere, entonces, de la actitud no conflictiva de parte de los partidos y los líderes políticos que marcan una pauta en sus colectividades. En última instancia, la verdadera amenaza está en que se politice la noción misma de democracia y se atreva alguien a proponer una sola corriente ideológica, lo cual sería un verdadero desastre. La ciudadanía se encuentra en buena parte excluida de la discusión política por efecto de la misma dinámica polarizadora, enfrentada, de una parte, a la orientación partidista de las medidas que se toman, y luego al proceso de estigmatización de los adversarios políticos que suele venir desde las altas esferas de los partidos.
Los partidos políticos tienen, pues, la tarea de consolidar la organización y acción colectiva de las sociedades maduras, pero deben revertir los aspectos más nocivos de la polarización partidista. Son y seguirán siendo una vía plausible para canalizar el “reclamo social”, en consecuencia, no pueden ser instrumentos de conflicto. La evolución y el progreso político de las sociedades actuales que reclaman una Democracia efectiva depende de ello.
[i] https://enciclopedia.banrepcultural.org/index.php?title=Las_guerras_civiles_en_Colombia_durante_el_siglo_XIX
Arcesio Romero Pérez
Escritor afrocaribeño
Miembro de la organización de base NARP ASOMALAWI