El estado y la sociedad colombiana completan, podría decirse, cuarenta años entregados a la política pública de negociación con los grupos armados terroristas.
De hecho, la legitimación política del terror se ha transformado en una política de estado. Desde la obsesión claudicante del belisarismo, que diera lugar, irónicamente, al brutal castigo del holocausto del Palacio de Justicia, la “negociación” pasó de ser una política de gobierno, acomodada e ilusa, a una confusa política de estado derivada de la ambigua consagración del país a la “paz” en la constitución, tan insincera y frustrada como la pretérita consagración al sagrado corazón.
En lo más bajo que ha caído la dignidad presidencial en nuestra historia republicana, durante el narco gobierno de Samper, cuando la cacareada “institucionalidad” bipolar del país, descubierta y desenmascarada en la perversa entrega a los dineros de la mafia para comprar los votos que le dieron el triunfo a Samper, se debatía entre las concesiones a los gringos para perfeccionar la interdicción, a los narcos de todos los carteles para cumplir con los pactos electorales y a los grupos económicos y políticos para sostenerse en el poder, se ideó la funesta ley 418 de 1997, que bajo la falaz premisa normativa de “…dotar al Estado colombiano de instrumentos eficaces para asegurar la vigencia del Estado Social y Democrático de Derecho y garantizar la plenitud de los derechos y libertades fundamentales reconocidos en la Constitución Política y/o los Tratados Internacionales…”, ha sumido al país en la total incoherencia y ambigüedad respecto a la forma y el compromiso real y efectivo que el poder ejecutivo debe tener en garantizar el control del territorio y asegurar la vigencia del estado de derecho para todos los colombianos en todo momento y lugar.
La 418, supuestamente, se orientaba a cinco finalidades que, en su esencia, implicaban desde su formulación, la relativización de las obligaciones esenciales de la acción del estado en defensa de la seguridad ciudadana y la abdicación, desde el propósito y la ley misma, de la obligación sagrada y fin esencial del estado de impedir la impunidad y garantizar por encima de todo la defensa de la vida, honra y bienes de la ciudadanía.
Al establecer instrumentos para la búsqueda de la convivencia pacífica, el congreso habilitó al ejecutivo para, de espaldas al país y sus representantes elegidos, montar “mecanismos” permitieran el diálogo y la negociación con grupos armados ilegales para lograr su desmovilización y reintegración a la vida civil. Aquí se partía de antinomias o contradicciones legales y filosóficas que han descuadernado la legitimidad del estado. Desde el eufemismo de “grupo armado” hasta el adjetivo de ilegales, consagrado en la ley como grupos armados al margen de la ley, se impuso en el cuerpo normativo, de manera sibilina y cínica la justificación infame del terror como herramienta política.
¿Por qué se abandonaron las definiciones claras de guerrilla, subversión, mafia y crimen organizado? ¿Se buscó, como en efecto se logró, lavarles la cara a los jefazos del terror frente a la ciudadanía y los áulicos extranjeros del neo marxismo y la revolución bolchevique en trópicos ajenos? ¿Fue esta deriva retórica el tiquete de entrada a los salones de la realeza, la legitimación académica y la habilitación mediática de las botas guerreras manchadas de reclutamiento de menores, extorsión, secuestro, tortura, derrames petroleros y minas quiebra pata?
¿Acaso existen o pueden existir grupos armados en una democracia que no sean ilegales? ¿En qué escenario no es ilegal romper la premisa del monopolio de la fuerza en cabeza del estado? ¿Por qué se hacía pertinente la distinción? ¿Era la precisión de “al margen de la ley” una floritura de tinterillo desocupado o una concesión ética, moral y política que le lavó la cara al Pacto de Recoletos y nos colocó en la resbaladiza pendiente de la degradación, esa degradación asquerosa en la cual el “dialogo” y la “negociación” se materializan en los pactos de la Picota, las tarimas de la Alpujarra o los bolsones de dólares de comisionados y senadoras?
Esta manipulación retórica perversa, junto con los otros fines relativistas de la 418 como garantizar la vigencia del Estado Social de Derecho, facilitar la aplicación de justicia en el marco del conflicto armado, regular los mecanismos de protección a víctimas y testigos y permitir la implementación de estrategias de paz, nos han llevado a los absurdos e indignidades actuales en los cuales las víctimas deben excusarse ante sus victimarios en los altares de la tergiversación y la impunidad de la Comisión de la Verdad y la JEP bajo el “mote” artificioso de justicia transicional, los subversivos que siguen empeñados en la destrucción de la democracia gobiernan, los reclutadores de niños, torturadores y extorsionadores legislan y quienes empoderaron al estado para que cumpliera, por fin y exitosamente su misión constitucional esencial de preservar el orden público y recuperar el control del territorio, como el expresidente Uribe, están condenados y capturados.
Marchamos el 7 de agosto indignados frente a uno los efectos perversos de esta retórica de la derrota y fue bueno. Pero de nada sirve marchar sin lograr el consenso político y social de desmontar el “sistema” de claudicación moral y conceptual de nuestra sociedad consagrado e irremisiblemente renovado de la ley 418[1] y su ya perpetuo, e igualmente fatuo compañero, de la ley 975 de 2005 de Justicia y Paz.
[1] La ley 418 ha sido prorrogada en su vigencia y ampliada en su desvergüenza mediante las leyes 548 de 1999, 782 de 2002, 1106 de 2006, 1421 de 2010 (¡que prohibió nuevas zonas de despeje!), 1738 de 2014, 1941 de 2018 y 2272 de 2022.