La historia de Colombia está marcada por episodios que ponen a prueba la solidez de sus instituciones. Esta semana, el país fue testigo de un hecho sin precedentes: el juicio en contra del expresidente Álvaro Uribe Vélez alcanzó un punto decisivo, y la lectura del fallo por parte de una mujer jueza se convirtió en un acto de reivindicación institucional y de género.
Más allá del estrado, más allá de las cámaras y los micrófonos, y más allá del ruido mediático, lo que presenciamos fue la reafirmación de un principio elemental del Estado de Derecho: nadie está por encima de la ley. Pero lo que lo volvió histórico no fue solo el fallo en sí, sino la manera en que fue pronunciado. Antes de comenzar, la jueza con voz firme, mirada serena y una toga que no titubeó pronunció una frase que debería resonar en cada rincón del país:
“La toga no tiene género, pero sí carácter. Y cuando una mujer administra justicia lo hace con el mismo rigor o incluso más que cualquier otro funcionario judicial.”
Con esas palabras, más que anticipar un veredicto, honró a miles de mujeres invisibilizadas dentro del sistema judicial colombiano, muchas de ellas que desde cargos discretos pero fundamentales, sostienen con rectitud la columna vertebral de nuestra justicia. Su frase no fue una consigna feminista, fue un acto de conciencia y de valentía, que dignificó el ejercicio de juzgar en un país donde hacerlo, especialmente contra figuras de poder, puede costar reputaciones, tranquilidad y hasta la vida.
El juicio al expresidente Uribe no es solamente una contienda legal. Es una prueba de fuego para la institucionalidad colombiana. Representa la lucha por despolitizar la justicia, por garantizar la separación de poderes, por restablecer la fe ciudadana en que el poder no exime de responsabilidad, y en que quien ha ostentado los mayores honores del Estado puede, si la ley así lo determina, rendir cuentas como cualquier ciudadano.
No me interesa aquí entrar a debatir la culpabilidad o inocencia del expresidente. Para eso están las pruebas, los alegatos, las apelaciones. Mi llamado es otro: a defender la integridad del sistema judicial, que se tambalea cuando los fallos son leídos como ataques políticos y no como actos jurídicos.
El proceso contra el expresidente Uribe es complejo, extenso y técnico. Exige serenidad para comprenderlo y prudencia para opinar. Como abogada y defensora del Estado de Derecho, me niego a caer en el juego facilista de asumir bandos o dictar juicios paralelos desde la plaza pública. El respeto por el debido proceso debe ser sagrado, incluso y especialmente cuando los protagonistas son figuras con poder y respaldo popular.
La jueza cuyo nombre, irónicamente, ha quedado en segundo plano frente al apellido que juzgó demostró que hay formas de ejercer el poder sin estridencias, con dignidad. Nos recordó que las decisiones que de verdad importan no necesitan gritos ni aplausos, solo coraje y coherencia.
La imagen de una mujer con toga dictando un fallo sobre el hombre más poderoso del siglo XXI en Colombia no es solo un hecho jurídico. Es un símbolo político, social, incluso espiritual. En un país donde por décadas el poder ha estado asociado a la fuerza, a la virilidad, a las botas o los discursos incendiarios, esta escena nos sacude y nos plantea otra narrativa: la de la mujer pensante, recta, serena, que ejerce el poder desde el conocimiento, la ley y la ética.
Como mujer, como abogada, como exfuncionaria pública, y como guajira comprometida con la reestructuración del tejido social, celebro lo que vimos esta semana. Porque, aunque el juicio continúe y el caso pase por nuevas instancias, la imagen ya fue sembrada: una jueza colombiana, con temple y conocimiento, recordándonos que el poder judicial no tiene género, pero sí debe tener carácter. Para nosotras, mujeres que luchamos desde otros frentes ver esa escena fue un recordatorio de que no estamos solas. Que hay otras mujeres en otros campos librando batallas distintas, pero igual de importantes.
Algunos dirán que esto polariza, que esto divide. Yo digo que esto sana. Porque sólo una justicia que se atreve a mirar al poder a los ojos, sin bajar la voz, puede sanar el alma de una nación fragmentada.
La jueza no solo leyó un fallo. Nos leyó a todos. Nos recordó que el Estado de Derecho es más fuerte que cualquier caudillo. Y que el futuro de Colombia no está en la impunidad ni en la persecución, sino en la integridad.
Y esa integridad, esta vez, tuvo rostro de mujer.
Ladys Diana Ochoa Oliveros

