LA TRAGEDIA DE UN SANTO

Cuando a Demetrio Coronado le pasó el furor de la juventud, se dedicó a ganarse la vida en su banco de carpintería, elaborando muebles sencillos para las familias de San Juan del Cesar. Hacía alacenas, butacas y asientos de cuero de chivo.

Estos asientos eran muy populares en los hogares, porque los utilizaban en las puertas de la calle recostados contra la pared, cuando llegaban las horas frescas de la tarde y empezaban las tertulias de las familias.

Pero a Demetrio Coronado, este oficio no le reportaba suficientes beneficios económicos si tenemos en cuenta que su familia era bastante numerosa. Fue entonces cuando muchos vecinos solidarios, entre ellos Liborio Dávila, abogaron por él ante la Hermana Superiora del colegio El Carmelo, que estaba recién inaugurado. Todos en San Juan se sentían orgullosos de la institución y hasta de los pueblos vecinos venían a contemplar la maravilla educativa.

Ante tanto regocijo del pueblo la madre superiora accedió a conocer a su vecino que le pareció bastante dicharachero y con un entusiasmo desbordante. Al final, terminó contratándolo como vigilantes en las noches, ya que se conocía que muchos ladronzuelos esperaban la penumbra para asaltar las casas y llevarse las cosas de valor.

En ese entonces eran famosos los hurtos de reconocidos pillos, que tenían atemorizada a la vecindad. La más reciente fechoría se dio cuando un «Brinca cercas» se coló a la casa de la vecina Galita Ariño, mientras hacían la siesta del almuerzo. Andaba en busca de joyas y del dinero producido por la «Piladora de maíz» que la dueña tenía instalada en su casa.

Uno de sus habitantes que no dormía lo vio cruzar por el patio cuando salía de una pieza. Desconcertado pegó un grito de espanto que hizo poner pies en polvorosa al intruso; voló la tapia y se escabulló por la casa de Polanco Pérez. Este insuceso creó un escándalo de padre y señor mío en San Juan del Cesar, porque se conocía la identidad del abusivo.

Con «Mecho» como vigilante de El Carmelo se respiraba un aire de tranquilidad en el barrio, pues su desempeño fue tan comprometido que lo hacía hasta de día, con su sombrerito de paja para protegerse del ardiente sol del mediodía. Pasaba patrullando por la calle del Cayón hasta Rosa la de Goyito, y le alcanzaba el tiempo para espantar las palomas hambrientas de Rosa que merodeaban la cocina del convento y mortificaban a las hermanas por sus heces corrosivas.

En el convento Demetrio tenía asegurada su comida y hasta le alcanzaba para llevar a sus hijos y a su esposa. Era un miembro más de la comunidad religiosa. El amor de Demetrio por El Carmelo era tanto que sus hijos que cazaban pájaros en los montes cercanos al pueblo llevaron a la casa un pichón de palguarata y mientras se fue criando, «Mecho» le fue enseñado los acordes del himno del colegio. A lo último, se ponían los dos, el pájaro y él, a silbar en la cerca que daba al callejón que llevaba al viejo mercado público. Era una linda melodia que encantaba a la gente que pasaba por el callejón:

«Tan ta taaa, tan ta taaa, tan…»

Demetrio en su patrullaje de vigilante del Carmelo hacía la herradura completa, se devolvía desde Rosa la de Goyito, en la calle del Cayón, doblaba a la izquierda para coger la carrera séptima y pasaba por la casa de Liborio Dávila, doblando a la izquierda en la esquina de Conchita Vargas para coger la calle El Paraíso. Pasaba por donde Bolivia Urbina y llegaba a la casa de Piquín Ariza, luego se devolvía.

Cuando el alcalde Cuadro Corredor puso la planta eléctrica en San Juan, la montó en el sur oriente del pueblo, casi llegando al río y trabajaba con ACPM. La luz venía por sectores y en horarios específicos.

Todas las tardes pasaba Enrique «Chirrinche» Mejía con su vara larga en su bicicleta a bajar la palanca de los transformadores de las esquinas para que se hiciera el milagro de la luz en el barrio que correspondía. Recuerdo perfectamente a «Chirrinche» haciendo su trabajo por las tardes porque se las tiraba de gracioso. Cuando bajaba la palanca del transformador gritaba como en el pasaje bíblico:

«Hágase la luz».

El ladrón que tenía preparada la celada sabía que ese día no le correspondía luz eléctrica al sector del Convento de las Monjas. Sabía que Demetrio usaba una linterna de pilas y salía a dar la ronda cada cierto tiempo. Sabía que abandonaba la mesita ubicada cerca del portón donde tenía el tinto y los cigarrillos y volvía a la media hora.

Sabía que no usaba armas, pero tenía un grueso garrote de guayacán que había pulido en la carpintería y lo llevaba siempre con él. Sabía que las hermanitas del Carmelo estaban confiadas porque todo el mundo las quería y nunca les habían robado. Así que el ladrón dijo para sus adentros, manos a la obra.

Era seguro que Demetrio Coronado ignoraba que estuviera siendo espiado por el sagaz ladronzuelo, porque ese día, coincidencialmente, demoró más de la cuenta para regresar a su puesto de comando.

A las dos de la madrugada llegó el ladrón y desbordó la tapia cumpliendo su premeditado plan, entró por la misma puerta que usaba Demetrio para ingresar al interior del convento y tanteando en la oscuridad llegó al sitio de su interés. Empezó a esculcar en la penumbra, pero algo no previsto en su plan jugó en su contra y tropezó y tumbó una repisa con cristales que al caer hicieron un estropicio de espanto.

Todas las monjitas como hormiguitas asustadas se levantaron con sus linternas en las manos:

¿Quién está ahí?, ¿Quién está ahí?

El ladrón al verse sorprendido corrió sin ser visto y se escondió en la capilla. Mientras tanto, con la bulla, llegó Demetrio y revisaron todos los posibles escondites del largo corredor. El único sitio que faltaba por revisar era la capilla, así que Demetrio con sus escoltas religiosas convinieron de rapidez que todas las monjitas entrarían a revisar mientras él se quedaba en la puerta como un guardián infranqueable.

Empezaron las religiosas con sus linternas a levantar las cortinas y los trajes de los santos cuando de repente saltó el ladrón y corrió hacia la puerta donde estaba Demetrio. Éste al verlo se arqueó cual bateador de grandes ligas y le mandó el poderoso swing que el ladrón esquivó hábilmente.

Sin embargo, el garrote de duro guayacán siguió su curso inexorable y se estrelló en la cabeza de San José, que voló haciéndose añicos contra el piso. Todas las monjitas al sentir el estruendo corrieron hacia la puerta y alumbraban con sus linternas el desastre del yeso sagrado, mientras el ladrón se escabullía en las sombras de la madrugada.

El ladrón no pudo robar, pero su acción hizo que se estropeara una reliquia traída de Italia que era el alma del convento. El claustro quedó sumido en la tristeza tras el frustrado robo. En todas las reuniones y corrillos callejeros de San Juan del Cesar no se comentaba otra cosa que no fuera el percance de las monjas. El pobre «Mecho», afligido y avergonzado, terminó por renunciar a su trabajo.

Y ni siquiera se pudo saber quién fue el arriesgado amigo de lo ajeno que puso de nuevo en dificultades al laborioso Demetrio Coronado.

Luis Carlos Brito Molina

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4 comentarios de “LA TRAGEDIA DE UN SANTO

  1. Luis carlos Manjarrés dice:

    Ese fue un robo por encargo. El ladrón iba por la palguarata de las monjas que Liborio Dávila se la había ofrecido a Pachita para recompensarla porque ella siempre le pesaba largas las 2 libras de pulpa y la libra de espinazo que todos los días compraba en el mercado en el expendio de Toño Manjarrés.

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