En octubre de 2025, cuando el mundo debería estar avanzando hacia soluciones globales como la inteligencia artificial o el cambio climático, la Franja de Gaza sigue siendo un infierno en la Tierra, un testimonio vivo del fracaso absoluto de la humanidad. Lo que comenzó como un conflicto en 2023 se ha convertido en una guerra de desgaste interminable, donde las vidas palestinas se cuentan por miles y la comunidad internacional observa con una indiferencia criminal. Es hora de decirlo sin tapujos: esta guerra no es solo un error estratégico, es un crimen contra la humanidad perpetrado por líderes que priorizan el poder sobre las personas, y por un sistema global que permite que continúe.
Critiquemos primero las acciones de Israel, que bajo el pretexto de «defensa propia» ha escalado su ofensiva a niveles de crueldad sistemática. En las últimas semanas, ataques aéreos han matado al menos a 65 palestinos en un solo día, incluyendo bombardeos en campos de refugiados como Nuseirat y Bureij. Ahora, el ejército israelí ha interceptado una flotilla humanitaria con más de 50 barcos destinados a llevar ayuda, mientras ordena la evacuación total de Gaza City bajo amenaza de que quienes queden serán considerados «combatientes». Esto no es guerra; es un asedio medieval disfrazado de operación militar moderna. El ministro de Defensa israelí ha dado un «último aviso» para que los palestinos abandonen su propia ciudad, ignorando que Gaza ya es una prisión al aire libre donde huir significa solo cambiar un peligro por otro. Según informes de la ONU, el 75% de la Franja ha sido demolida o convertida en «zonas de amortiguación» israelíes, un eufemismo para anexión disfrazada. ¿Cuántas vidas más se necesitan para admitir que esto es limpieza étnica en cámara lenta?
Pero no absolvamos a Hamás, cuya intransigencia y uso de civiles como escudos humanos ha prolongado este horror. Mientras revisan el «plan de paz» de 21 puntos propuesto por Estados Unidos bajo la administración Trump –que incluye la liberación de rehenes en 48 horas y amnistía para miembros de Hamás que se comprometan con la paz–, sus líderes siguen lanzando cohetes y rechazando propuestas previas. Este ciclo de retaliación mutua es una farsa: Hamás sabe que cada misil justifica la respuesta desproporcionada de Israel, y viceversa. ¿El resultado? Al menos 35 muertos en un solo día en Gaza City, la mayoría civiles atrapados en el fuego cruzado. Es una danza macabra donde los extremistas de ambos lados se alimentan mutuamente, sacrificando a su propia gente en el altar del odio ideológico.
Y qué decir de la comunidad internacional, esa gran hipócrita. El plan de Trump, alabado por algunos como «audaz» y «visionario», llega tarde y posiblemente con intenciones electorales, prometiendo un camino hacia un estado palestino, pero sin detalles concretos sobre cómo detener la matanza inmediata. Mientras tanto, potencias como Estados Unidos continúan armando a Israel, y organizaciones como la ONU emiten reportes condenatorios que nadie lee. La flotilla interceptada es un símbolo perfecto: más de 50 barcos con ayuda humanitaria, bloqueados por la marina israelí, mientras el mundo tuitea condolencias, pero no actúa. ¿Dónde está la presión real? ¿Por qué no hay sanciones masivas o intervenciones diplomáticas forzadas? Porque Gaza no tiene petróleo ni influencia geopolítica suficiente. Es un pueblo olvidado, reducido a estadísticas: casi la mitad de las muertes recientes ocurren fuera de Gaza City, en áreas supuestamente «seguras».
Esta guerra no solo destruye cuerpos; aniquila el alma colectiva. Niños crecen bajo bombas, familias entierran a sus muertos en patios traseros, y el mundo sigue girando. Es hora de una crítica radical: basta de excusas. Israel debe detener su ofensiva desproporcionada, Hamás debe aceptar la paz sin condiciones, y el mundo debe imponer un cese al fuego inmediato con consecuencias reales para quienes lo violen. De lo contrario, Gaza no será solo una tragedia; será la prueba de que hemos perdido nuestra humanidad por completo.
Antonio Pinzón