En nuestro país haber pertenecido a la guerrilla es una especie de estado civil.
La palabra guerrillero se utiliza como un denuesto fulminante que invalida la ciudadanía de millas de connacionales que se han acogido a diversos acuerdos de paz desde mediados del siglo pasado. En el marco de ese juicio se olvida la larga tradición de la guerra de guerrillas como estrategia militar universal frente a un ejército invasor un considerado en las contiendas de diversos países o en el curso de los conflictos internos como es nuestro caso.
Durante el proceso de independencia el alto mando republicano y los comandantes realistas se apoyaron en activas unidades de guerrillas comandadas por caudillos locales. Como lo ha afirmado el destacado historiador británico John Lynch en su artículo Bolívar and the Caudillos, aquel era un liberador de pueblos y al mismo tiempo un fundador de repúblicas. La lucha por la independencia se llevó a cabo entre el constitucionalismo de Bolívar y el caudillismo de las regiones. Tanto para gobernar como para liberar territorios distantes se necesitan esos dos brazos aparentemente incompatibles: las fuerzas regulares y las guerrillas locales.
Hoy se emplea el calificativo de guerrillero para negar el derecho a un candidato a aspirar dentro de las reglas de juego establecidas. Se olvida que a lo largo del siglo XIX liberales y conservadores emplearon formaciones guerrilleras al lado de ejércitos regulares en las contiendas civiles. El partido conservador presumía durante la guerra civil de 1876-1877 de organizar la elegante guerrilla de Los Mochuelos conformada por miembros de la elite bogotana. Los liberales les aparecieron como opositores a la no menos carismática guerrilla de Los alcanfores ¿Se avergüenzan hoy sus descendientes de ellos por su pasado guerrillero?
Es cierto que acciones crueles e injustificables como el secuestro extorsivo, el narcotráfico, la destrucción estéril de la infraestructura pública, el asesinato de civiles indefensos y de militares fuera de combate por parte de la guerrilla en el pasado reciente asociaron esa calificación con la depravación humana. Para evitar precisamente la continuidad de esos escenarios destructivos se han firmado en las últimas décadas los acuerdos de paz con las distintas organizaciones armadas y se ha propiciado la dejación de las armas y la inserción en la vida civil de antiguos combatientes como ciudadanos con plenos derechos que deben ser respetuosos de las reglas de juego. Sin embargo, si uno de ellos tiene posibilidades de llegar a la presidencia, se alega su pasado en las armas para invalidar su ciudadanía.
Esta actitud parecería contradecir precisamente lo que ha sido nuestro proceso histórico como nación. En su obra, Fusiles y plegarias: guerra de guerrillas en Cundinamarca, Boyacá y Santander, 1876-1877, el historiador Luis Javier Ortiz Meza nos dice que las guerras decimonónicas en el país no fueron la negación o un sustituto de las relaciones políticas, sino que actuaron como el camino más corto para llegar a ellas. Un ejemplo de esto fue el General Gaitán Obeso, un negro liberal y militar del siglo XIX, que “definió a sus huestes, como un ejército de ciudadanos, como si los ciudadanos se constituyeran en el ejercicio de la guerra”.
En contraste, hoy los diversos acuerdos de abandono de las armas, con sus indultos, desmovilizaciones y búsquedas de la paz deben constituirse para millas de colombianos justamente en ese preciado canal de acceso pleno a la ciudadanía y no en la discriminatoria privación de esta.
Weildler Guerra Curvelo